
Si uno maneja por las rutas argentinas a lo largo de todo el país, además de grandes extensiones de tierra con distintos paisajes que varían según los kilómetros, es común encontrarse a un costado del camino con pequeños altares u oratorios. Unos con pilas de botellas vacías o algunas hasta llenas de agua, y otros con flores y cintas rojas que flamean con el viento. Se trata de homenajes a la Difunta Correa y al Gauchito Gil, dos míticos personajes del folklore del interior argentino.
Morir de sed

La leyenda cuenta la historia de una mujer llamada Deolinda Correa. A mediados del 1800, en la provincia argentina de San Juan y en medio de un conflicto político, su marido fue reclutado forzosamente para una guerra civil. Ella angustiada y sola, con su bebé lactante, decidió ir tras él, también para escapar del acoso del comisario de su pueblo. Cargando las pocas provisiones que podía emprendió, a pie, la búsqueda por parajes desiertos. Al poco tiempo, sin agua y exhausta, se cobijó debajo de un gran algarrobo, estrechando a su hijo sobre su pecho. Así la encontraron, muerta, unos arrieros que transportaban ganado y pasaban por allí. Grande fue la sorpresa cuando descubrieron que el bebé, milagrosamente vivo, seguía amamantándose de su cuerpo, del que aún fluía leche. La enterraron en un lugar hoy conocido como Vallecito, donde actualmente hay un santuario que la recuerda.
Sobre qué pasó con el bebé, no se conoce una versión exacta. Algunos dicen que murió días después, otros que vivió con una familia que lo crió hasta adulto. Sea cual fuera el destino final del niño, lo increíble fue que permaneció vivo gracias a seguir alimentándose de su madre muerta.
Años más tarde, unos campesinos que buscaban sin encontrar a sus animales perdidos, al ver la tumba de Deolinda le pidieron ayuda y los animales aparecieron. Al enterarse de este suceso otros paisanos comenzaron a acercarse al lugar rezándole y pidiéndole favores o protección, creando así un culto a la difunta.
Actualmente miles de creyentes visitan su tumba y la recuerdan formando pequeños altares y acercando botellas de agua como símbolo de agradecimiento a las promesas cumplidas.


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