
Capítulo 3: Diego Byk deja Sin Fronteras
Diego Byk estudió tres semestres en Sin Fronteras y en los tres yo fui su profesor. Desde el primer día fue el alumno más destacado. Su capacidad de aprendizaje, su inteligencia, su enorme motivación y su capacidad de sacrificio era tal, que en el segundo semestre ya usaba estructuras y vocabulario de niveles más avanzados. En el tercero hablaba con una fluidez, por momentos, propia de un nativo. Se había convertido en autodidacta y sus resultados eran espectaculares.
El último día de clase, como solíamos hacer, el grupo y yo nos fuimos a tomar unas cervezas para despedir el semestre como Dios manda. Fuimos a nuestro garito de siempre, el Skipper, en la planta -1 del edificio de Buw. El bar era cutre y feo pero la cerveza era barata y lo más importante: estaba a 30 metros de la escuela, y sin salir a la calle.
Buw era impresionante. Su arquitectura no dejaba indiferente a nadie. Un jardín botánico precioso rodeaba el edificio, y lo cubría. Sí, lo cubría. En el techo había un parque por donde se podía pasear y contemplar las maravillosas vistas del río Vístula, del centro y del casco antiguo de Varsovia. Sin embargo a mí, lo que más me llamaba la atención de Buw era la cantidad de vida y de gente que había siempre. Desde por la mañana muy temprano hasta la noche. A veces incluso hasta la madrugada. Y no era de extrañar. Dentro del edificio había de todo: la biblioteca, Sin Fronteras, academias de inglés y francés, bares, restaurantes, una oficina de correos, tiendas de ropa, quioscos, librerías, una panadería, una peluquería, cajeros automáticos, una bolera, discoteca … Era sin duda un lugar especial, muy especial.
El grupo y yo lo estábamos pasando bien contando anécdotas graciosas de las clases, hablábamos en español, en polaco y a veces mezclábamos las dos lenguas. Era muy divertido. Entre risa y risa, Diego se levantó de la silla y nos preguntó:
– ¿Queréis una cerveza más? Ahora me toca pagar a mí.
– Síííííííííííííííííííí. – Respondimos todos al mismo tiempo como niños pequeños.
Diego me miró y me hizo un gesto con la mano para que lo acompañara a la barra del bar. Nos apoyamos en ella, me miró fijamente y de repente me soltó:
– Santiago, dejo Sin Fronteras.
Sabía que esto iba a pasar. Diego ya no encajaba en ningún grupo. De todos modos intenté ofrecerle algún curso específico a su nivel y necesidades. No quería que Sin Fronteras perdiera un cliente, un estudiante excelente y una persona maravillosa.
– Una pena Diego. Si quieres puedo organizar algún curso para ti…
– No, no.- Me interrumpió bruscamente.- No se trata de la escuela, ni de la didáctica, ni nada de eso. Es que me voy a vivir a España.
– ¿A vivir? ¿Vas a hacer un Erasmus?- Le pregunté sorprendido.
– No, voy a hacer otra cosa. A buscar a alguien que creo que vive allí.
– ¿A tu padre?-. Me sentí fatal en el momento que le hice la pregunta.
El camarero puso las siete cervezas en la barra y nos dio la cuenta. Yo quería pagar pero Diego no me lo permitió.
– Santiago, ¿me das tu número de teléfono? Me gustaría hablar contigo de esto tranquilamente pero otro día y en otro lugar, si no te importa claro-. Su tono era ahora entre preocupado y triste.
– Diego, perdón por la pregunta pero es que…
– No pasa nada. Te agradezco que durante estos tres semestres no me hayas preguntado nada acerca de la redacción que escribí en el primer semestre-. Comentó con complicidad.
– Recuerdo. En ella mencionaste que querías conocer a tu padre-. Me volví a sentir mal al decirle esto.
No respondió al comentario. Miró hacia la mesa donde estaba el resto del grupo. Luego me miró a mí con cara de nostalgia y sonrió:
– Vamos con las chicas que tienen sed y están impacientes.