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Esta semana os acercamos el cuarto autor de esta lista de verano. Se llama Eduardo Perellón y nació en Madrid. Gran aficionado al submarinismo, la cocina, el senderismo y, desde muy joven, a la escritura. Esta última afición nació cuando contaba con tan sólo 15 años con una obra titulada Viaje a Marte, que nunca ha sido publicada. Posteriormente escribió una serie de cuadernillos de viaje pero que, como la obra primera, tampoco han sido publicados.

 Eduardo compagina estas aficiones con su trabajo en una Escuela-Taller donde pertenece al grupo de profesores siendo el responsable de las clases de albañilería, fontanería y electricidad. Pero hasta llegar aquí y durante los 20 años anteriores su vida estuvo ligada al mundo de la construcción, dirigiendo varias empresas.

Pero volvamos a su faceta como escritor. En el año 2006, y tras tres años de duro trabajo, escribió la novela No a nosotros, señor, que fue autopublicada en junio de 2009 y con una distribución muy limitada.

Esta novela supuso para él un lugar perfecto para hacer pruebas, ya que después de escuchar sugerencias y críticas constructivas decidió mejorarla añadiendo nuevos personajes y madurando los anteriores, incluso cambió el final; este proceso duró otros tres años. Pero el tiempo de espera mereció la pena pues la novela mejoró considerablemente.

Al final, una nueva obra vio la luz como  El pozo de Harod, una novela presentada a varios concursos y publicada y distribuida por Amazon. Desde finales de 2010 el autor se ha sumergido en tres nuevos proyectos literarios: El enigma de Calaf, en avanzado proceso de escritura, Favia, y El pocarropa, este último en una fase inicial.

Un mes después de subir El pozo de Harod a Amazon, se colocó en el top100 general de amazon.es y allí estuvo más de 100 días consecutivos, con más de 2.000 descargas. Durante ese tiempo alcanzó el nº 1 de Acción y Aventura y el nº 5 de Negra y Policíaca. Actualmente se mueve alrededor de los 20 primeros puestos de su categoría.

Y coincidiendo con su salida del top100, entró en el top100 general de amazon.com (libros en español), donde lleva casi un mes, habiendo alcanzado el nº 3 de Suspense y el nº 5 de Ficción.

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Portada del libro El pozo de Harod

Y ahora vayamos a la lectura del prólogo del El pozo de Harod

Prólogo de El Pozo de Harod

Algún lugar de Toledo,

29 de diciembre del año del Señor de 1484

            La noche se había dejado caer pesadamente sobre el pueblo, extendiendo sobre sus viejas y enmohecidas casas su húmedo abrazo. La temperatura era extraordinariamente baja, y el cielo negro y encapotado decidió abrir sus puertas y dejar que se cayeran lentamente todas las existencias de nieve que había acumulado.

            Las callejuelas de piedra permanecían oscuras y desiertas, mientras la blanca y fría sábana lo iba cubriendo todo. Un desagradable viento empujaba los copos más ligeros y los estrellaba sobre las pequeñas ventanas de las casas, llenando con ellos los rincones de sus rústicos alféizares de pizarra.

En un corral cercano, y a la intemperie, varios jamelgos se arrimaban unos a otros para calentarse mutuamente, intercambiando sus gélidos y visibles alientos, y sin que sus constantes movimientos espasmódicos pudiesen evitar la helada acumulación sobre sus lomos.

Todas las casas parecían vacías, excepto aquella que estaba algo más alejada del centro y, por la chimenea de la cual, se elevaba a borbotones grises el humo resultante de la quema de leña en su interior.

Inmóviles frente al fuego, dos hombres proyectaban sus sombras sobre los muros: Pedro de Villanueva y Matheo Petcu. En otra habitación, Isabel, la esposa del primero, acostaba a los niños.

—Vos sabéis bien que lo que digo es cierto —decía Pedro de Villanueva, en tono más bien bajo, casi susurrando.

            —¡Es una blasfemia! —contestó Matheo.

            —Os pido, por favor, que no levantéis la voz. Tengo pruebas que sustentan lo que digo.

—¿Pruebas? ¿Qué pruebas?

Pedro se levantó y se apartó del fuego. Buscó algo en el doble fondo del interior de un viejo armario. Matheo trató de ver qué es lo que hacía, pero fue inútil. Apartarse un par de metros del fuego no solo dejaba congelado a cualquiera, sino que impedía disfrutar de una visión más o menos definida, pues el resto de la casa permanecía sumida en oscuridad.

—Aquí está —dijo por fin, regresando al calor y a la luz del fuego.

—¡Pero eso es… —se alarmó Matheo.

—Sí, una Biblia.

—¡Es un libro prohibido!

—No para mí y mi familia —sentenció Pedro.

—¡Y encima en romance(1)! Creo que debo marcharme —dijo, haciendo ademán de levantarse.

—No os vayáis aún, por favor —le pidió, extendiendo su mano derecha sobre el brazo de él, en un intento por sujetarle—. Permitidme solo un momento, por favor. Escuchad lo que voy a leeros.

Pedro abrió la Biblia y halló el evangelio de Juan. Buscó el capítulo catorce y leyó en voz baja el versículo veintiocho.

—… “porque el Padre es mayor que yo” —acabó de leer—. ¿Lo veis, Matheo? Es el mismísimo Jesucristo, nuestro Señor, el que reconoce la diferencia entre él y el Padre.

—¡Callad!

—Matheo, estas son las pruebas. Fijaos, con una declaración tan sencilla se ponen de manifiesto varias cosas: Primero, que Cristo no es Dios. Segundo, que si le llama Padre, es porque él mismo no es el Padre sino que es el Hijo. Y tercero, que si uno es mayor que el otro, la Santísima Trinidad es una enseñanza sin fundamento.

—¿Cómo os atrevéis? —preguntó Matheo, enfurecido.

—La Iglesia no nos dice la verdad. Y esto solo es un pequeño detalle entre centenares.

(1)  Castellano antiguo. La Santa Inquisición había prohibido oficialmente la Biblia en cualquiera de las lenguas vernáculas de España, permitiéndose únicamente las escritas en latín, y solo al alcance del clero. (Nota del Autor.)

—¡No tengo por qué escuchar más! —dijo indignado.

—Matheo, amigo mío, no dejéis que vuestra ira se encienda con tanta rapidez. Vos sois un hombre razonable. Decidme, ¿no os dais cuenta de que, cuanto menos sepa el pueblo acerca de las Sagradas Escrituras, más fácil le resulta al clero mantener su posición, subyugarnos?

—Ciertamente, habéis perdido el juicio. O peor aún, vuestra alma ha caído en posesión del Maligno.

Las voces despertaron a los niños, que empezaron a llorar. Ambos hicieron un silencio y escucharon a Isabel consolarlos hasta que volvieron a dormirse. El rostro de Pedro de Villanueva adquiría nuevos matices mientras las flamas procedentes de la chimenea teñían sus facciones de rojo y negro, y se preguntaba en su interior si había sido buena idea hablar de este asunto con su amigo.

—Siento mucho lo de los niños —se disculpó Matheo.

Cogió su ropa exterior de abrigo y se acercó a la puerta. Entonces se volvió.

—Pedro, ¿cuánto tiempo nos conocemos? ¿Veinte años? Necesitáis ayuda y haré todo lo posible por ofrecérosla. A poco que os apliquéis, estoy seguro que recuperaremos vuestra alma antes que sea demasiado tarde.

Y saliendo de la casa, desapareció en la oscuridad de la noche. Isabel se acercó a su esposo.

—Querido esposo, señor de mi casa. Ven, sentémonos cerca del fuego —le invitó, cogiendo su mano y guiándole hasta un banco con armazón de madera y cuatro pies cruzados en aspa que descansaba, solitario, enfrente de la chimenea, el mismo lugar donde se había producido la peligrosa conversación.

—¿Y los niños?

—Vuelven a dormir.

—¡Oh, Señor! —murmuró él, con el rostro hundido entre sus manos.

Matheo Petcu había prometido ayuda. Pero, ¿qué ayuda? Si los pensamientos de Pedro de Villanueva resultaban acertados, no había tiempo que perder.

—Isabel —dijo al fin, poniéndose de pie—. Tenemos que irnos.

—¿A dónde?

—Lejos.

Se acercó a la ventana y observó los alrededores, tratando de adivinar lo que la oscuridad pudiese ocultar, mientras acariciaba, nervioso, su cuidada barba.

—Pero, mi vida, ¿has visto cómo nieva? ¿Dónde podemos ir? ¿Y los niños? ¿Has pensado bien lo que dices?

Ciertamente resultaba descabellado salir de viaje en una noche como aquella, y con niños pequeños. Pedro de Villanueva, un hombre perspicaz, con talento y una mente ágil y pronta, experimentaba ahora una sensación de desasosiego tan poco habitual como paralizante: estaba confuso, desconcertado.

—¿En qué piensas? —preguntó ella.

No dijo nada. Isabel le invitó a acercarse y él consintió. Nada más sentarse ella recostó la cabeza sobre su pecho, escuchando los acelerados latidos del corazón de él, en tanto que dejaba acariciar sus cabellos largos, negros y sedosos. La vista de ambos se perdió en el hogar, donde el fuego se retorcía alrededor de los troncos, lamiéndolos, consumiéndolos.

La eterna noche de aquel invierno transcurría lenta, muy lenta. El sueño de ambos había huido y sus pensamientos se agolpaban dentro de sí, en completo silencio. “Tal vez no tenga por qué alarmarme. Al fin y al cabo, Matheo es mi amigo”, cavilaba él.

Se levantó, añadió un tronco y atizó la lumbre, que había empezado a decaer como consecuencia del paso del tiempo. El fulgor de las renovadas llamas comenzó a arrinconar la oscuridad de la estancia.

Pero súbitamente, el chisporrotear de la leña nueva fue interrumpido por unos pasos cerca de la puerta y por golpes secos en la misma.

—¿Quién va? —preguntó Pedro.

Isabel se acercó a la ventana y, muy asustada, comprobó que venían varios hombres con antorchas.

—¡Abrid la puerta! —dijo el alguacil, con voz ronca, mientras continuaba aporreándola.

—¡Oh, Dios mío! —se lamentaba Isabel, a punto de llorar.

—¡Ve con los niños! —ordenó Pedro—. Y no tengas miedo. Jamás olvides que hay más con nosotros que contra nosotros.

Entonces se acercó a la puerta, y abrió.

—¿Pedro de Villanueva? —preguntó el de la voz ronca.

—¿Quién le busca? —contestó él, sin ocultarse.

—Debéis acompañadnos. Ya tendréis tiempo de hacer las preguntas a quien corresponda. Vuestra esposa y vuestros hijos también han de venir.

—¡Insisto! —siguió él—. ¿En el nombre de quién se nos ordena acompañaos?

—En el nombre de Nuestro Señor y de Su Iglesia.

Un notario, entre otras personas, acompañaba al alguacil. Redactó un inventario de los bienes de Pedro de Villanueva con el fin de impedir que alguien los escondiese o vendiese, si llegaba el caso de dictarse sentencia de confiscación.

Y así fue como, sin siquiera poder apagar el fuego, Pedro de Villanueva, su esposa Isabel y sus dos hijos de tres y cinco años de edad, fueron arrestados, mientras el alba se adivinaba en el horizonte detrás del muro plomizo.

Aquella misma noche Matheo Petcu había visitado al cura de la parroquia que atendía aquella aldea. Este, tras escucharle, presentó con carácter de urgencia una denuncia escrita y firmada por él contra Pedro de Villanueva ante el Tribunal del Santo Oficio, aprovechando la presencia en Toledo de Tomás de Torquemada, de cuyas espaldas colgaban los cadáveres de las más de dos mil personas que había enviado a la hoguera.

La denuncia del cura había puesto en marcha a la Inquisición, dándose por iniciado el proceso contra Pedro de Villanueva. Fue trasladado hasta Toledo y arrojado en una sombría y lúgubre celda en la Prisión de la Hermandad, una de las que formaban parte de la red de prisiones secretas dependientes directamente del Santo Oficio.

Durante varios días permaneció incomunicado y en ayuno obligado. Fue el tiempo necesario para que el inquisidor estudiase con detalle su acusación, una vez superado el cambio de año.

Entonces llegó el día. Pedro fue conducido a través de lóbregos y enmohecidos túneles hasta una enorme sala iluminada con antorchas situadas en las paredes.

Las sombras en movimiento, producidas por los distintos fuegos, parecían otorgar vida propia a un sinfín de macabros artilugios concebidos para causar terror… y dolor, mucho dolor.

En la cabecera de la sala había una mesa grande iluminada por velas y presidida por un enorme crucifijo de bronce. Sentado detrás de ella estaba el tribunal: un sacerdote que servía de representante del obispo local, un  médico que valoraría el grado de tortura que se podría aplicar sin riesgo para la vida del reo, el fiscal que lo interrogaría y, por supuesto, el inquisidor general, al que apodaban “el martillo de los herejes”.

            A la derecha de aquella mesa, había otra más pequeña. En esta se encontraba el escribano, un profesional de la pluma dispuesto a reflejar en acta cada una de las palabras pronunciadas por todos los presentes, incluyendo todos y cada uno de los gritos y expresiones de dolor del torturado, con un lenguaje frío, minucioso, preciso y lo más descriptivo posible.

            A la izquierda estaba ubicada una tercera mesa, tan pequeña como la del escribano, y ocupada por el abogado defensor, un sacerdote afín al Santo Oficio y colocado allí por él. Este sería quien concedería imparcialidad y un juicio justo.

En el lado contrario de la sala se había dispuesto un grueso biombo de madera con varias mirillas. Detrás de este estaban situados los acusadores, supuestos testigos de las palabras o acciones que habían conducido a Pedro de Villanueva a aquel juicio y que ahora lo presenciaban ocultando su identidad ante él.

            Y un poco más alejado, hacia la mitad de la sala, estaba el verdugo. Se trataba de un hombre de gran corpulencia y con el rostro tapado por una funda de lino negro con dos aberturas para los ojos. De ser necesario dispondría de la ayuda de otros dos hombres como él.

            Pedro de Villanueva fue situado en el centro de la sala, frente a la mesa del tribunal. Permaneció de pie mientras sus manos estaban atadas a su espalda con oxidados grilletes que laceraban sus muñecas.

El representante del obispo tomó la palabra.

            —Como resultado de las diligentes investigaciones de nuestros colaboradores, disponemos de numerosas declaraciones de testigos que sustentan los cargos que siguen.

            Levantó la vista para contemplar a los presentes. Y continuó:

—Que, un día, dijo que la virgen María era una fornicadora. Que, en otra ocasión, blasfemó contra la Santa Cruz, no encontrándose en su casa ni una sola de estas sagradas formas. Que, cierto día, insistió en que ningún sacerdote ni obispo debía permanecer soltero si no era su deseo personal, atreviéndose a asegurar que el celibato no es cristiano. Que, otro día, blasfemó contra la Santísima Trinidad. Que posee un anillo con inscripciones en hebreo, lo que pone de manifiesto su condición de judío. Que obra en su poder uno de los libros prohibidos por la Santa Madre Iglesia. Y por último, que tuvo la osadía de traducir dicho libro del latín al romance con el fin, según dijo, de que todo el mundo pueda leerlo, desobedeciendo así los claros mandatos protectores de la Iglesia.

            El inquisidor tomó su relevo.

            —Pedro de Villanueva, ¿resultan ciertos los cargos expuestos contra vos?

            —¡Solo reconozco los dos últimos! —contestó Pedro.

            —¿Tenéis palabras en vuestra defensa? —siguió Torquemada.

            —Poderoso señor, soy un hombre profundamente religioso. El único delito que he cometido es leer la Palabra de Dios. Es verdad que domino el latín, y también lo es que me propuse traducir los Santos Escritos a la lengua del pueblo llano —aseguró.

            —¿Afirmasteis que María, Nuestra Señora, fornicaba?

            —¡Jamás!

            Se levantó cierto murmullo detrás del biombo.

            —¿Estáis seguro? —insistió Torquemada.

            —¡Completamente!

Pedro hizo una pausa.

—Señor —continuó—, al analizar detenidamente el texto sagrado, el cual estoy seguro que vos conocéis bien, queda claro que la virgen María tuvo más hijos aparte de nuestro Señor Jesucristo… todos con su marido, desde luego. Y esto es lo único que yo he dicho.

            Varias voces se alzaron entre el grupo de los acusadores solicitando al tribunal que se hiciese justicia. Torquemada no dijo nada y Pedro de Villanueva continuó su argumentación.

            —No dispongo en mi casa de cruz alguna porque, en vista de mis averiguaciones, resulta ser un símbolo pagano aceptado por la Iglesia Católica más de doscientos años después de la muerte del Señor Jesucristo. Además, adorar dicho símbolo es una clara violación de la orden divina: “no te harás imagen alguna, ni te inclinarás ante ella, ni la honrarás”, precepto incluido en medio de los Diez Mandamientos y que algunos, interesadamente, han obviado al alistarlos.

            Más.

            —Poderoso señor, la Santa Biblia permite el matrimonio a los hombres que tienen la responsabilidad de dirigir a la gente hacia Dios, con tal que eviten la poligamia. De hecho, el que consideráis primer Papa de la historia, era un hombre casado. Vos, que tenéis fama de poseer amplios conocimientos sobre la Historia Sagrada, debéis conocer el pasaje de los evangelios en el que se presenta a nuestro Señor Jesucristo curando una enfermedad a la suegra de este.

Aún más.

—Jesucristo, vuestro Señor y el mío, se reconoció inferior a Dios y distinto de él. La Trinidad no es una enseñanza que se recoja en la Biblia y vos lo sabéis. Aunque de ninguna manera he proferido blasfemias contra ella.

            —¿Sois judío? —le interrumpió el inquisidor.

            —No, señor.

            —¿Es cierto que poseéis un sello hebreo?

            —Poderoso señor, vos sabéis bien que… —Pedro estaba buscando las palabras precisas para argumentar que los judíos fueron en su momento el pueblo escogido por Dios como receptor inicial de los Santos Escritos.

            —Estoy esperando una respuesta —le apremió Torquemada, dándose cuenta de la ventaja que tomaba si impedía que Pedro, agotado por lo vivido en los días previos, ordenase las ideas antes de responder a sus preguntas.

            —Señor, es cierto que poseo un anillo como el que decís. No podría negarlo, puesto que me lo arrancaron de la mano cuando fui detenido. Pero, desde luego, no soy judío.

            —¿Cómo podéis decir semejante cosa? ¡Resulta insultante! —gritó Torquemada, encolerizado.

            Pedro no dijo nada.

            —¿Sois miembro de una Orden proscrita? —volvió a la carga.

            No hubo respuesta.

            —¡Hablad! —le gritó al oído, mientras golpeaba su rostro.

            Silencio.

Un hilo de sangre brotó del corte que le produjo en la mejilla y se perdió en su descuidada barba, crecida desigualmente durante su arresto.

            —Fiscal, es vuestro turno —concluyó el inquisidor.

            —Yo, el fiscal, apoyándome en las declaraciones y las denuncias que hemos escuchado y en los cargos que se derivan de las mismas, me reafirmo en los hechos que todos conocemos. Considero que Pedro de Villanueva es autor de blasfemias en palabras y obras. Entiendo que, puesto que hizo tales y tan perversas acciones, es seguro que habrá realizado otras semejantes y peores a lo largo de su vida.

El murmullo que procedía del otro lado del biombo ya no cesaba.

—Afirmo que —continuó diciendo el fiscal—, aunque el acusado ha jurado decir la verdad, ha mentido, puesto que no se ha reconocido culpable. Por todo lo anterior, y con el permiso del señor inquisidor general, solicito que sea sometido a tormento, que sea excomulgado y que sea declarado hereje, blasfemo, sacrílego, perjuro y judío.

            El rostro de Pedro de Villanueva se mostró sereno.

            —Padre Vallejo —volvió a hablar Torquemada—. ¿Podéis hablar en defensa del acusado?

            El sacerdote encargado de actuar como abogado defensor se puso de pie.

            —Señor inquisidor general y miembros de este sagrado tribunal, ¡oídme! Los cargos de los que se acusa a mi defendido son de tal magnitud y maldad y se han probado con tanta solvencia, que se me hace imposible presentar defensa alguna a su favor sin caer yo mismo en pecado. Por lo tanto, no tengo más remedio que rendirme ante los hechos, apoyar la petición del señor fiscal y confiar en que la aplicación de tormento ayude a mi defendido a confesar su culpabilidad y así iniciar el camino para expiar su enorme pecado.

            —Por favor doctor, acercaos al acusado y declarad si está capaz de tormento —dijo el representante del obispo.

            Así lo hizo el médico y, tras un simple examen visual, autorizó la aplicación de tortura.

            —¡Por el amor de Dios! —clamó Pedro, mientras el verdugo lo conducía hacia la polea.

De nada servía resistirse. La envergadura del verdugo y la colaboración de un ayudante, hicieron inútil cualquier intento de zafarse.

En cuestión de segundos le habían dejado en paños menores. Le colocaron grilletes en los tobillos, mientras sus manos continuaban sujetas a la espalda. A continuación ataron sus muñecas con una segunda soga que pasaba por una polea colgada del techo, sobre su cabeza.

            —¡Decid la verdad! —gritó el sacerdote.

            —Por favor señor, tened piedad. Os aseguro que estoy diciendo la verdad —rogaba Pedro, ante el regocijo de la mayor parte de los que ocultaban sus rostros pero no perdían detalle asomados a los agujeros.

            Ante un gesto del sacerdote, el verdugo izó a Pedro unos dos metros sobre el suelo, dejándole colgado allí de las muñecas atadas a su espalda, sintiendo que sus hombros rotarían sobre sí mismos en cualquier momento.

            —¡En el nombre de Dios os ordeno que digáis la verdad! ¿Practicáis ritos judíos? —continuó el sacerdote.

            —No, no. ¡Soy cristiano! Os estoy diciendo la verdad.

            —Verdugo, trato de cuerda completo —ordenó entonces.

            Le izaron aún más hasta tocar el techo a casi cuatro metros de altura. De pronto el verdugo lo dejó caer, procurando que la caída fuese brusca pero sin que el cuerpo tocase el suelo. Los gritos de dolor resultaron ensordecedores e inexpresables, menos para el escribano, que los convertía en frías letras inarticuladas sin siquiera levantar la vista del papel.

            —Ahorraos tanto sufrimiento. Decidnos la verdad y todo acabará.

            —Señor —suplicaba Pedro—. No tengo nada que deciros. Solo he dicho la verdad. ¡Solo he dicho la verdad!

            El sacerdote ordenó repetir el trato de cuerda completo tantas veces que, finalmente, los hombros de Pedro no soportaron y se dislocaron. Entonces perdió el conocimiento.

            Como las leyes que regulaban la aplicación del tormento no permitían repetir las torturas sin que hubiesen aparecido nuevos cargos, sus redactores habían incluido una enmienda que sustituía la expresión “repetir” por “continuar”, garantizando legalmente la posibilidad de continuar aplicando las torturas una vez que el reo recuperaba la consciencia.

            Lamentablemente para él, así ocurrió en el caso de Pedro de Villanueva. Así que, una vez recuperado el sentido, continuó el interrogatorio y el tormento.

            —¿Qué queréis que diga? —preguntaba Pedro.

            —¡La verdad! ¡Que sois judío! —gritó el sacerdote.

            —Os digo la verdad. No soy judío, soy cristiano.

            —¿A qué Orden pertenecéis?

            De nuevo, silencio.

            —Pedro, Pedro —le dijo con un tono pausado y aproximándose a su rostro—. Nos lo estáis poniendo muy difícil y, sin duda, resultará mucho más para vos. Constará en acta que hemos hecho todo lo posible por evitaros esto —hizo una breve pausa—. ¡Pero no nos ayudáis nada! ¡Y no os ayudáis vos! —volvió a gritarle.

            Pedro trataba de convencerse mentalmente de que estaba en aquella situación, no por haber cometido delito alguno, sino por lo que creía y defendía. Y este pensamiento le otorgó fuerza.

—¡Verdugo! ¡La ordalía de fuego! —ordenó el sacerdote, ante el silencio de Pedro.

            La sola frase ya causó pavor. Pero el terror que sintió entonces no era ni parecido al que le invadió una vez iniciados los preparativos.

Hicieron un gran fuego con premeditada calma, mientras no dejaban de recordarle que disponían de todo el tiempo y los recursos para hacerle confesar la verdad.

Ante lo que interpretaron como falta de colaboración, le ataron delante del fuego de forma que no pudiera moverse. Luego aplicaron sebo en las plantas de sus pies desnudos y se los arrimaron a las llamas. Aplicaron el tormento en varias ocasiones mientras gritaban que dijese la verdad. El resultado, después de media docena de veces, fue que sus pies se frieron literalmente.

            —¡Os estoy diciendo la verdad! —seguía siendo su única y angustiosa respuesta.

            Después de un último intento, y ante el extremo sufrimiento que padecía, Pedro de Villanueva perdió el conocimiento. Justo antes de que ocurriese había balbuceado algo completamente ininteligible, pero que al inquisidor le sirvió.

            El médico dictaminó la necesidad de “continuar” con el interrogatorio al día siguiente. Así, el acta levantada aquel día concluyó: “… con lo cual, cesó la audiencia. Y obligado a leer y firmar lo que deja dicho en ella, lo afirma y ratifica. Y por no poder firmar personalmente, en su nombre lo hace el señor inquisidor”.

            Por la mañana temprano fueron a buscarle a la mazmorra y lo trajeron de nuevo ante el tribunal a rastras. Solo contemplarse a sí mismo en aquel lugar le hizo vomitar. Aún se percibía con claridad el olor a carne humana quemada. Después de consultar el acta del juicio, el sacerdote retomó el interrogatorio en el punto en el que se suspendió.

            —Pedro de Villanueva, vos os reconocisteis ayer judío y miembro activo de una de sus sectas —le dijo.

            —¡Eso es falso! Ni soy judío, ni practico sus ritos, ni formo parte de ninguna secta judía —clamó Pedro, desesperadamente.

            —Todos los presentes somos testigos de vuestra declaración, y así consta en acta firmada por monseñor Torquemada en su nombre.

            —¡Yo no he autorizado ninguna firma en mi nombre! —protestó Pedro, con todas las energías que pudo reunir.

            —Lo dicho, dicho está —sentenció el sacerdote—. Ahora bien, queremos que nos digáis quiénes más forman parte de vuestro grupo.

            —¿Cómo?

—Creo que necesitáis que se os refresque la memoria. Sin duda, tantos pecados y mentiras han acabado intoxicando vuestra mente y vuestra alma. Y puesto que vuestra entereza y capacidad de sufrimiento personal parece elevada, ¿qué tal si probamos con alguien que os resulte especial?

            Entonces el sacerdote ordenó que trajeran a la mujer. Ante la incredulidad y la angustia de Pedro, trajeron a su esposa atada y desnuda. El terror estaba dibujado en su rostro como consecuencia del martirio que había sufrido, no inferior al suyo propio, y de lo que había de venir.

Ataron a Isabel boca abajo y abierta de piernas, de tal forma que no podía moverse.

            —Decidnos Pedro —continuó preguntándole—, ¿quiénes forman parte de vuestro grupo?

            Pedro comenzó a llorar.

            —¡Adelante! —ordenó el sacerdote al verdugo.

            El verdugo sacó una sierra de hierro enorme y colocó su filo sobre los genitales de ella.

La experiencia obtenida a través de infinidad de pruebas reales idénticas a aquella indicaba que, al estar boca abajo, el cerebro de Isabel estaría suficientemente regado de sangre, lo que permitiría mantener su consciencia sin que la enorme hemorragia que se produciría se lo arrebatase, cosa que no solía ocurrir hasta que la sierra alcanzaba el pecho.

Advirtieron a Pedro de dichas expectativas y del plan que pretendían seguir si él no hablaba: comenzar a serrar desde el punto donde ahora descansaba la hoja hacia su ombligo, verticalmente.

            —¡Por última vez! ¡Decidnos los nombres de los que pertenecen a vuestro grupo! —gritó el sacerdote, con fiereza.

            —¡No, por favor! ¡Por el amor de Dios! ¡Soltadla! —clamaba Pedro, entre lágrimas.

            El peso de la sangre sobre la cabeza impedía a Isabel hablar, pero no gritar de forma imposible de describir, incluso para el escribano, un hombrecillo veterano y curtido en muchos de aquellos juicios y que, sin embargo, se quedó paralizado cuando levantó la vista y presenció cómo el verdugo comenzaba a serrar.

            Pedro sabía que no había vuelta atrás. Ni su querida esposa ni él mismo, saldrían vivos de allí. Así que, con una mezcla de valentía, terror, dignidad, angustia extrema y fe en su Dios, se negó en rotundo a hablar.

Ciego de furia, el sacerdote ordenó al verdugo que continuase su labor con Isabel hasta el final.

            Torquemada, que disponía de supuestas pruebas contra varias familias a las que alguien que miraba por un agujero había denunciado como afines a Pedro de Villanueva, hizo llamar a un oficial del Santo Oficio y le ordenó ir con un grupo de soldados al pueblo donde vivían.

Ante la imposibilidad de identificar con certeza la identidad de aquellas, el oficial planteó al inquisidor la cuestión que entendió crucial.

            —Señor —dijo—, ¿cómo vamos a saber quiénes son?

—¡Por el amor de Dios! ¡No puede ser tan difícil! ¡Son herejes, no católicos! —espetó.

—Perdone mi insistencia, señor. Pero, ¿de qué manera vamos a distinguir a los herejes de los católicos?

            —¡Matadlos a todos! —gritó—. Dios es todopoderoso y será capaz de reconocer a los suyos.

            Una vez que el oficial hubo salido, el fiscal, levantando enérgicamente el brazo hacia Pedro y señalándole con el dedo, se dirigió al tribunal.

            —Observad ese rostro engreído. Contemplad su mirada desafiante y provocadora. Mirad que no expresa ni el menor signo de remordimiento por haber sido el único culpable de la muerte de esta mujer, ni el arrepentimiento que un buen cristiano debe demostrar cuando sus pecados se acumulan hasta alcanzar los mismísimos cielos. Señores, ¡que la justicia divina actúe mediante nosotros en conformidad a unos hechos probados con tanta objetividad! —concluyó, mientras su vista y las palmas de sus manos se elevaban hacia el cielo en un ademán de pesar.

Tomás de Torquemada tomó la palabra.

—Sentencia: Christi Nomine Invocato. Fallamos los autos y méritos de este proceso y dados los indicios y sospechas que del mismo resultan, debemos condenar y así condenamos a Pedro de Villanueva a recibir el último suplicio.

            El tribunal fue abandonando sus asientos bajo un impresionante silencio, solo roto por el llanto de Pedro mientras contemplaba en lo que habían convertido a su querida esposa. Un intenso pensamiento se dirigió entonces hacia sus pequeños, que como bien sabía por otros casos similares al suyo, iban a acabar reducidos a meros despojos humanos en las manos y apéndices de quién sabe. En cuanto a él, poco importaba ya lo que le hiciesen después de lo que había visto y sufrido.

            La sentencia se aplicó dos días después.

Antes de recibir el último suplicio, Pedro de Villanueva fue condenado a oír una misa en público y con mordaza, a recibir cien azotes y a iniciar una marcha en auto de fe desde la prisión hasta la plaza, donde el público se agolpaba y esperaba la atracción que suponía la ejecución de la sentencia última.

            Una túnica para atormentar hecha de alambre entrelazado, con centenares de puntas diminutas orientadas hacia dentro, desgarraba su carne en cada movimiento por leve que fuera.

Durante el recorrido necesitó la ayuda de dos alguaciles que le sujetaron por debajo de los descoyuntados brazos en un camino de no retorno. Un sacerdote caminaba a su lado repitiendo, como si fuese una letanía, las mismas exhortaciones de arrepentimiento y solicitud del perdón divino; una vez, y otra, y otra, y otra…

Ya en la plaza, los mismos que le ayudaron a llegar hasta allí le ataron a un poste por sus tobillos, rodillas, ingles, cintura y brazos. Luego insertaron el ejemplar de la Biblia que habían hallado en su casa en un pliegue libre de la túnica.

Ahora tocaba trabajar a los verdugos. Apilaron haces de leña hasta su barbilla. Cuando terminaron, alguien se dio cuenta de que los alguaciles le habían atado orientando su rostro hacia Tierra Santa. De modo que apartaron la leña, descubrieron su cuerpo, lo desataron y giraron hasta que quedó mirando al Oeste y volvieron a atarlo como antes.

Pedro de Villanueva aún escuchó cómo Tomás de Torquemada se colocaba en el centro de la escena y, exigiendo el protagonismo, se dirigía al público congregado. El clero y los ciudadanos acaudalados estaban situados en asientos de primera fila para poder contemplar mejor al condenado en sus momentos finales de agonía en el fuego.

—Nos, los inquisidores —comenzó—, contra la herética pravedad y apostasía en el reino de Castilla, a todos los vecinos y moradores de esta ciudad: ¡Salud en Cristo! Os hacemos saber que, para mayor acrecentamiento de la fe, conviene separar la mala semilla de la buena y evitar todo deservicio a Nuestro Señor. Os mandamos a todos y cada uno de vosotros que si supiereis, hubiereis visto u oído decir que alguna persona presente, ausente o difunta haya dicho o creído algunas palabras u opiniones heréticas, sospechosas, erróneas, temerarias, malsonantes, escandalosas o blasfemas, lo digáis y manifestéis ante Nos.

Torquemada hizo una leve pausa para aclararse la voz.

—Os mandamos denunciar ante Nos —continuó diciendo—, si sabéis o habéis oído decir que algunas personas hayan guardado los sábados, hayan afirmado que Jesucristo no es Dios o que no nació de Nuestra Señora, siendo virgen antes del parto, en el parto y después del parto. O que el Papa y los ministros del altar no tienen poder para absolver pecados. O que no hay purgatorio y que en las iglesias no debe haber imágenes de santos. O que no hay necesidad de rezar por los difuntos. Os mandamos que nos aviséis si habéis oído decir o sabéis que alguna persona posea los Sagrados Textos en romance o en cualquier otra lengua.

Otra pausa para crear expectación antes de concluir.

—Por ende, por el tenor de la presente amonestación, exhortamos y requerimos, so pena de excomunión, que si supiereis o hubiereis hecho algunas de las cosas declaradas, que vengáis ante Nos a decirlo y manifestarlo dentro de los seis días siguientes a la publicación de este edicto.

Entonces ordenó que prendiesen fuego a la pira.

—Ten misericordia de mí, oh Dios —oraba Pedro, clavando sus ojos en el cielo—, porque en ti mi alma se ha refugiado.

El fuego comenzó a lamer con voracidad creciente la leña seca, mientras los vítores del fanático populacho ahogaban los espantosos gritos de Pedro quien, mirando hacia arriba, clamó justo antes de morir:

—Exaltare super caelos, Deus, super omnem terram gloria tua.

Una vez que las llamas se hubieron apagado, despedazaron su carbonizado cuerpo y rompieron sus huesos uno a uno. Después hicieron un montón con todo ello y se repitió la quema. Cuando por fin hubo terminado todo el proceso, arrojaron las cenizas de Pedro de Villanueva a un arroyo cercano para su dispersión definitiva. Lo que quedó de Isabel corrió la misma suerte.

La regocijada multitud empezó a alejarse comentando los pormenores del espectáculo. Poco a poco el aire, que durante horas se había llenado con el olor acre de la carne humana quemada, volvía a ser inodoro.

Y en la plaza empezó a reinar el silencio…

 

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