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La lista de lecturas para el verano continúa. En esta ocasión nos llega Lola Mariné, una autora española que, aunque nacida en Barcelona, vivió durante veinte años en  Madrid donde se dedicó al mundo del espectáculo. Regresó a Barcelona,  se licenció en psicología e  impartió talleres de teatro en diversos colegios para los que escribió varias obras  infantiles y dirigió su puesta en escena.

Ha participado en cuatro libros recopilatorios de relatos: Tiempo de Recreo (2008), Dejad que os cuenta algo (2009), Atmósferas (2009), en beneficio de la Fundación Vicente Ferrer, y Tardes del Laberinto (2011).

Nunca fuimos a Katmandú, su primera novela, fue publicada por la editorial Viceversa en septiembre de 2010. (Disponible en librerías y en ebook en Amazon).

Gatos por los tejados, un libro de relatos de temática variada, fue publicado en junio de 2012. (Edición impresa a través de Bubok y ebook en Amazon).

Habana Jazz Club es su novela de más reciente publicación. (Está disponible en Amazon en digital y papel).

Su actividad actual se reparte entre escribir una nueva obra, dar cursos de Escritura Creativa, realizar informes y corrección de manuscritos  y ofrecer charlas y conferencias.

Es la creadora de un blog de carácter cultural, donde comparte inquietudes y vivencias con otros autores y dirige una página Web de servicios para escritores. Su presencia en redes sociales como Facebook o twitter es muy activa.

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SINOPSIS HABANA JAZZ CLUB

Cada noche, en el Habana Jazz Club, se entrecruzan las vidas y las historias  de diversos personajes:

Portada del libro Habana Jazz Club.Armando, su propietario, renunció a una existencia acomodada y segura para emprender la incierta aventura  de abrir un club de jazz; Matías, el viejo pianista, forma parte de la historia del local y es imposible imaginarlo separado de su piano; Tatiana mitiga entre cigarrillos y alcohol la nostalgia de un tiempo perdido para siempre en el que era una bella y reputada actriz adorada por todos; Gerardo abandonó pinceles y sueños en su juventud, y cuando parecía que su destino estaba escrito, decidió empezar una nueva vida; Billie, tras azarosas y duras experiencias desde que abandonó su Cuba natal para seguir al hombre que amaba,  encuentra un puerto seguro en el que cobijar su alma y sus canciones…

Capítulo 1

Billie nació con el son, mamó los ritmos latinos de los pechos de su madre y creció al compás de la música de jazz que inundaba de continuo todos los rincones de su casa; Sarah Vaughan, Ella Fitzgerald y Billie Holiday se turnaban por las noches junto a la cabecera de su cama para cantarle sus peculiares nanas que, en ocasiones, tenían tintes de melancolía, con frecuencia hablaban de amores despechados y, otras veces, de resignada fatalidad. Pero algunas noches era Duke Ellington con su orquesta, o la desgarrada y cálida voz de Louis Armstrong, acompañado por su inseparable trompeta, quienes venían a poblar sus sueños de alegres melodías desde el viejo tocadiscos que, junto con su colección de discos, representaban el mayor y más preciado tesoro de Celia, su madre.

De niña, Billie, creía a pies juntillas que la vida tenía banda sonora, como las películas, porque no podía recordar un solo día de su infancia en el que la música no hubiera acompañado cada uno de sus gestos cotidianos. Incluso cuando salía a la calle, la asaltaba un mambo, una guaracha o algún bolero, que se encontraba agazapado en cualquier esquina.

Lo primero que hacía su madre cada mañana en cuanto se levantaba de la cama era poner en marcha el tocadiscos; y tras aquel expectante y peculiar sonido, como de frituras, que producía la aguja al deslizarse sobre el vinilo, la canción elegida anunciaba a toda la familia, sin dejar el menor asomo de duda, con qué humor había amanecido aquel día la señora de la casa; cosa que era digna de tenerse en cuenta, muy especialmente, por parte de su marido.

Celia adoraba la música, siempre le gustó cantar, y lo hacía muy bien; tenía una voz dulce y modulada y se sabía de memoria todas las canciones de sus intérpretes favoritos. Cantaba a viva voz mientras se ocupaba de las interminables faenas de la casa, y sus guisos borboteaban en los pucheros con más alegría y hasta sabían mejor cuando los sazonaba con un blues. Algunas veces, sin darse cuenta, se dejaba llevar por el entusiasmo y su voz escapaba impetuosa por las puertas y ventanas de su casa, permanentemente abiertas en su Cuba natal, y el eco de sus canciones se esparcía por toda La Habana Vieja.

Pero había otros momentos en los que cantaba quedito, cuando la tristeza la embargaba o estaba preocupada por algo―lo cual ocurría a menudo, según podía recordar Billie―, y era como si la música la reconfortara, como si elevase una plegaria a los santicos que protegían su hogar, desde el rincón en el que les había montado su altarcito.

Y cuando llegó un tiempo en el que las cosas se pusieron tan difíciles que apenas podía saciar el hambre de su pequeña, las lágrimas le humedecían la garganta y casi no podía articular una nota; la congoja y la impotencia que sentía rompían su voz y sus canciones en pedazos. En aquellas ocasiones recurría a Bebo Valdés, a Cachao o al Trío Matamoros para que, con su alegría caribeña la ayudaran a levantar su propio ánimo y el de toda la familia.

―La música es el alimento del espíritu―decía ella, cuando se hacía necesario engañar a la mente, y sobre todo, al estómago, para distraer el hambre.

Ella, Celia, soñó alguna vez con ser cantante de jazz o blues y partir a los Estados Unidos a probar fortuna; a Chicago o a Nueva Orleáns, donde por aquellos años estaban triunfando muchos artistas cubanos. Pero nunca se atrevió a expresar sus sueños en voz alta y no tuvo la oportunidad, ni el tiempo suficiente, de elegir su destino. Sin saber apenas cómo ni por qué, se vio casada un buen día con un guapo y persistente joven llamado Nicolás y con su primer hijo entre los brazos. Enseguida llegó el segundo, y algunos años más tarde, cuando ya nadie la esperaba, nació Billie.

El nombre lo eligió Celia; se lo puso en honor a Billie Holiday, la cantante de jazz afroamericana fallecida poco tiempo atrás, a la que tanto admiraba.

Se decía de la Holiday que tenía un registro de voz limitado, pero la intensidad y la emoción con las que interpretaba sus canciones la convirtieron en una solista única e inimitable de fama internacional. Celia se aprendió sus canciones en inglés a fuerza de escucharlas una y otra vez, y pese a no saber lo que decían las letras, las cantaba con mucho sentimiento, y todos opinaban que tenía un timbre de voz muy similar, e incluso que se parecía físicamente a la famosa intérprete: era de color, como la cantante, bella y de generosa anatomía, como lo fue Billie en su juventud. Celia, complacida, se esforzaba por acentuar aquellas similitudes cuanto le era posible; imitaba su peinado, su forma de vestir e incluso su singular manera de cantar, aun cuando la voz de Billie Holiday en los últimos tiempos se había vuelto frágil y quebradiza―así como su apariencia física―, sin perder, no obstante, ni un ápice de sus cualidades dramáticas ni de la capacidad de emocionar con sus canciones.

Celia había seguido con interés las noticias sobre la desdichada y tormentosa vida de la cantante y se sintió conmovida por su prematura desaparición y todo cuanto se había publicado sobre su breve y azarosa existencia.

Por tanto, de nada sirvieron las protestas del padre de la pequeña en lo referente al nombre que se le impondría. Él argumentaba que Billie era un nombre de varón y no resultaba apropiado para una niña tan bonita como aquella. Deseaba que se llamase Cassandra, como la hermosa princesa troyana que enamoró al mismísimo Apolo. Pero si la madre insistía―trató de negociar su progenitor―podían ponerle un nombre compuesto: Cassandra Billie, sugirió; de ese modo, en la intimidad del hogar, su testaruda madre podría llamarla como se le antojara. Pero Celia no transigió y no cejó en su empeño hasta lograr inscribirla como Billie en el Registro Civil.

La pequeña llegó al mundo en un momento en el que su país vivía inmerso en un hermoso sueño hecho realidad, que sin embargo, algunos años más tarde, se trocaría en una pesadilla que no parecía tener fin, y cuyas consecuencias menos halagüeñas apenas si empezaban a vislumbrarse cuando ella todavía no tenía edad suficiente para comprender lo que ocurría. La niña, ajena a los problemas que la rodeaban, crecía feliz arropada por su familia y mimada por sus padres y por sus dos hermanos mayores que se desvivían por ella. Aquel era el único mundo que había conocido y lo aceptaba con naturalidad. Aceptaba sin quejarse las largas e inevitables colas necesarias para todo, las cartillas de racionamiento y la escasez de productos básicos. Disfrutaba con cosas tan sencillas como soñar despierta por las noches asomada a la ventana y contemplando las estrellas, más diáfanas y brillantes que nunca en la intensa negrura que las envolvía; o jugando al escondite con sus hermanos con la casa a oscuras. Al contrario de otros niños que la temen, a Billie siempre le gustó la oscuridad; quizá, porque era el momento en el que su madre, tras acabar con las mil y una tareas cotidianas que le exigía atender a su familia, se sentaba en la cocina a descansar, y si estaba de buen humor, cantaba quedamente mientras Billie la escuchaba embelesada; a menudo se unía a ella y ambas entonaban sus canciones favoritas alumbradas tan sólo por la luz de la luna. Y entonces se veían sorprendidas con regocijo por los aplausos del resto de la familia, que había acudido, sigilosa y en silencio, al escuchar sus voces.

Celia solía presumir de las facultades vocales de su hija. Decía, rebosante de satisfacción, que cantaba mucho mejor que ella misma, y se apresuró a enviarla a estudiar canto y piano. No obstante, a Billie no dejaba de extrañarle que, cuanto más progresaba en su aprendizaje, más triste parecía su madre tras la alegría y el orgullo iniciales que mostraba, y acababa siempre lamentándose de que tampoco ella tendría nunca la menor oportunidad si las cosas no cambiaban. Sus hijos―se quejaba―, habían nacido en el momento y el lugar equivocados, y se culpaba a sí misma por no haber sido más audaz en su juventud y no haber luchado por sus propios sueños en lugar de plegarse a la voluntad de los demás y dejarse llevar por la inercia de la vida. Se había casado demasiado joven, se decía, pese a que adoraba a Nicolás, que no podía ser más buen padre ni mejor marido. Era un hombre bueno y paciente que no había dudado en enfrentarse a su propia familia, que no aprobaba su noviazgo, ya que él era blanco y Celia, mulata. De ahí su apresuramiento y su empeño por casarse cuanto antes. Por otra parte, bromeaba él, era el único hombre sobre la tierra capaz de soportarla, y Celia se mostraba de acuerdo.

Sin embargo, se recriminaba ella, si no se hubiesen precipitado tanto, quizás ahora su familia podría estar disfrutando de una vida mejor.

Estas reflexiones, expresadas a veces en voz alta, solían provocar, invariablemente, el enfado del cabeza de familia:

―¡Ya cállate, mujer! ¡Que no sabes lo que dices! ―le espetaba indignado―¡La patria se merece cualquier sacrificio, por grande que éste sea!

―La patria, la patria…―replicaba ella―se os llena la boca hablando de la patria. Mi única patria es mi familia, que lo sepas, y las únicas bocas que quiero ver llenas son las de mis hijos, y procurarles un mínimo bienestar.

―Tus hijos tienen todo cuanto necesitan―la rebatía él―. ¿Cómo si no hubiera podido la niña asistir a una escuela de música en otro tiempo?

―Bueno, sí, en eso te doy la razón―concedía la mujer antes de arremeter de nuevo―: pero no puedo comprarle un helado cuando se le apetece, ni un vestido lindo, ni siquiera una tela bonita para hacérselo yo misma. Además, ¿por qué tuvieron que prohibir el jazz? ¿Qué tiene de malo?

―¡Acabáramos! ―exclamaba Nicolás―. Eso es lo que a ti te molesta, que hayan prohibido tu música favorita.

Aquél solía ser el inicio de acaloradas y frecuentes discusiones familiares en las que todos acababan enzarzándose. Los hijos varones tomaban partido por uno o por otro progenitor―no necesariamente siempre por el mismo, ya que más bien los empujaba a intervenir el ánimo de divertirse―y se creaban dos bandos en los que cada cual trataba de defender sus diferentes puntos de vista. Al final, el padre imponía su autoridad ordenado a todos que se callaran y dejaba a su mujer por imposible, zanjando la cuestión con algún gesto conciliador hacia ella:

―No te apures tanto, mamita―le decía, posando las manos sobre los hombros de su esposa y dándole un afectuoso beso en la frente―. Las cosas mejorarán pronto. Ya tú lo verás.

―Ojalá no te equivoques―suspiraba ella, volviendo a sus quehaceres.

La pequeña Billie no comprendía muy bien de qué hablaban ni por qué se enfadaban tanto, pero en el fondo de su corazón empezaba a anidar un sueño: quizá algún día ella pudiera hacer realidad la ilusión de su madre y llevarla a los Estados Unidos; aquel país maravilloso que quedaba tan cerca, pero al que era tan difícil llegar, según parecían juzgar todos.

Celia, cuando su marido no estaba en casa―para evitar que se enfadara y dijera que le metía a la niña pájaros en la cabeza―, le contaba a su hija que allá, al otro lado del mar, la gente vivía feliz porque tenía de todo; podían comer cuanto quisieran, y comprar ropa bonita, y tener hermosas casas con muchos electrodomésticos; y no necesitaban hacer colas durante horas porque había tantas tiendas con sus estantes repletos, tantos cines y restaurantes, tantas salas de fiesta y tantos locales de jazz, que todo el mundo podía ir donde quisiera en el momento en que se le antojara, sin necesidad de hacer reservas con meses de antelación ni preocuparse de que estuviera lleno, o de que se hubiese agotado aquello que deseaban adquirir. Allá siempre había nuevos discos que comprar; no como en la isla, que hacía años que tenían que escuchar las mismas canciones una y otra vez porque no podían conseguir grabaciones nuevas, y mucho menos de músicos norteamericanos. Cuando un disco se rayaba o se rompía, Celia se llevaba un enorme disgusto. Lo envolvía con cuidado y lo guardaba en su alcoba, en una especie de cementerio de discos que tenía en un cajón de su cómoda y que nadie, salvo ella, podía tocar. A veces los desenvolvía y los contemplaba con nostalgia, acaso recordando los felices momentos en que los escuchaba. Después, los volvía a guardar y suspiraba resignada.

 

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Profesor de español desde 2006. Siempre interesado en la creación y en la difusión de la palabra escrita empecé en el instituto editando la revista del centro hasta que se convirtió en un fanzine independiente. He trabajado en la escuela de español Instituto Español Sin Fronteras, la Universidad Leon Kozminski y Jezykopolis en Varsovia y actualmente colaboro como profesor en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Intento colaborar como moderador en varios grupos de profesores de español en Facebook y también creando materiales para www.ProfeDeELE.es

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