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Una semana más os traemos un texto nuevo. El autor que os presentamos hoy es Josep Capsir, español, y conocido en su entorno con el sobrenombre de “Capi”. Capi nació en Barcelona en 1970, ciudad donde reside habitualmente. Tras ser premiado en diferentes certámenes literarios, a finales del 2009 decide hacer públicas sus obras a través de las plataformas digitales. Sus títulos más destacados han sido REC-Relatos para ensanchar costillas, el libro de humor que nació en un blog y La herencia de Jerusalén, un thriller histórico y religioso que en tan sólo un año ha encontrado la fidelidad de más de 8000 lectores. Capsir se convierte en uno de los primeros autores independientes que destaca en diferentes plataformas digitales de venta sin ayuda editorial. En el verano de 2013 publica Las leyes de Hermógenes, una novela muy íntima y sin pretensiones que narra la historia entre un adolescente de catorce años y un viejo huraño de carácter difícil.

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Sinopsis de Las leyes de Hermógenes

A finales de ese mágico verano de 1984 hice una promesa, un compromiso que he tardado casi treinta años en cumplir pero que durante todo este tiempo, siempre ha estado presente en mi día a día.

Inspirada en la novela El viejo y el Mar de Ernest Hemingway y basada en mi experiencia personal más profunda, pretendo dedicar mi más sincero tributo a una de las personas que forjaron mi personalidad, mi viejo amigo Hermógenes. Una historia que aborda los profundos lazos de amistad entre un adolescente y un anciano hosco y huraño, un hombre temido y despreciado por todo un pueblo. Él siempre fue diferente, quizá a causa de sus miedos, quizá por su tortuosa vida, quizá porque en el fondo solo pretendía ser alguien especial.

Fue el mejor espadachín de la retórica que jamás conocí, ninguno de sus dichos carecía de sentido porque Hermógenes hizo de sus vivencias un manual de enseñanzas, porque cada vez que pronunciaba una palabra la convertía en ley.

Siempre serás el paradigma de mis decisiones y el legislador de mi personalidad.
Por ti y para ti, Hermo.

Y para saber cómo es la novela, aquí puedes empezar a leerla.

Capítulo primero

Mis padres nunca habían tenido demasiado sentido del patriotismo, por lo que entendía que las lágrimas que recorrían sus mejillas durante la jura de bandera, no se debían al hecho de verme vestido con el traje de bonito, más bien a que tras nueve meses de Servicio Militar Obligatorio en Barbastro, por fin volvía a casa. Mi padre, más erguido que algunos de los soldados que formábamos en el patio de armas del cuartel, sostenía en su hombro el petate que me había acompañado durante esos últimos meses. Podría decir, como muchos otros lo han hecho, que gracias a la mili me formé como persona y me hice más hombre, pero no lo diré porque no es del todo cierto; esos nueve meses de desarraigo solo me comportaron lágrimas, ausencias y una alta dosis de nicotina que empecé a consumir a los tres meses de estar perdiendo el tiempo en Barbastro. No obstante, siempre recordaré las amistades que forjé durante ese tiempo con algunos compañerosde fatigas. Carlos, un chavalde San Fernandocon el que conecté desde el primer día y Sergio, un madrileño más chalado que mi tío Ramón, habían sido mis compañeros de vivencias. El último día nos intercambiamos los números de teléfono y nuestras respectivas direcciones para mantener los lazos de amistad, aunque lo cierto es que con el tiempo se fue perdiendo el contacto entre nosotros hasta desaparecer por completo.

Pese a que mis padres esperaban impacientes a que acabara el acto militar para poder marcharnos a casa, les pedí que me dejaran tomarme las últimas cervezas con los amigos en la cantina del cuartel. Aunque tenía ganas de volver a pisar la arena de la playa de mi pueblo, ver a mis amigos de infancia y dormir en mi bendita cama, un último trago con los camaradas se convertía en una condición “sine qua non”.

Sin lugar a dudas, la despedida con Fernando y Sergio estaba teñida de sensaciones contrapuestas; por una parte existía el alivio de haberse quitado de encima el Servicio Militar pero por otro lado se rompía una conexión con unos chavales extraordinarios. Ese último brindis a botellín alzado, ese último sorbo de espuma de cerveza y ese último saludo militar a modo de despedida entre camaradas formarán parte de mis recuerdos durante el resto de mi vida.

Papá introdujo el petate en el maletero de nuestro viejo Renault 5 amarillo mientras mamá entraba en el coche por una de las puertas traseras. Creo que fue la primera vez que entré en ese coche por la puerta del acompañante; fue como si mi madre me considerase por fin un hombre y por eso, merecedor de ocupar el asiento delantero. Imaginé que a partir de ese día, mi madre dejaría de abrochar el último botón de mi camisa, dejaría de limpiarme los chorretones de la cara a dedo lamido y permitiría encerrarme en el lavabo con el pestillo corrido. Quizás para mis padres, el Servicio Militar fue el paso definitivo para aceptarme como un adulto o lo que se decía por esos entonces: un hombre hecho y derecho.

Durante el trayecto, le daba vueltas a esa nueva condición de adulto que parecía haber estrenado. Yo mismo me sorprendía de cómo había cambiado mi manera de ser, ya no era ese niño timorato y acomplejado, era un hombre mucho más maduro y seguro de mi mismo. Podría decir, sin miedo a equivocarme, que quién había forjado mi personalidad durante esos últimos años había sido el viejo Hermógenes, por eso, cuando estábamos llegando a casa se me ocurrió preguntar por él.

―¿Qué se sabe del viejo Hermógenes? ―Pregunté con la boca llena, mientras degustaba uno de los bocadillos de chorizo reblandecidos que solía preparar mi madre.

―Pues corre el rumor por el pueblo que está ingresado en un hospital de Barcelona; parece ser que está en las últimas… ―Explicó mi padre, apoyando su mano en mi pierna, consciente del afecto que sentía por ese hombre.

―¡Vaya…! ―Pude articular, mientras intentaba engullir el último trozo del bocadillo. ―¡Pobre Hermo! Seguro que debe estar solo. ¿Sabéis en que hospital está?

Mis padres se dirigieron una mirada furtiva a través del retrovisor. Mi padre disintió con la cabeza y presionó con fuerza mi muslo.

―Está en el Hospital Clínico… ―Confesó al fin mi padre.

―¿Nos coge de camino no? ¿Podemos pasar un momento a visitarle?

―Toni, mañana será otro día, ahora estamos todos cansados… Ha sido un día largo y mejor será que…

―Por favor, quiero verle hoy. ―Interrumpí a mi padre solícitamente.

―¡Está bien! Te dejamos en el hospital, pero no estés mucho rato, ya sabes que no me gusta conducir de noche… ―Aceptó mi padre tras un profundo respingo de resignación.

Una hora más tarde, me encontraba en la recepción del hospital, ante una poco solícita señora, intentando averiguar la habitación de Hermógenes.

―¿Qué nombre dice?

―Hermógenes…

―¿Hermógenes? ¿Qué más?

―Pues no lo sé, nunca he sabido su apellido, todo el mundo le conoce con el nombre de Hermógenes… ¿No puede buscar por el nombre propio? No creo que haya demasiados pacientes con ese nombre, ¿no cree? ―Mi tono de voz denotaba una cierta impaciencia.

―Está en la habitación 306, en la tercera planta, pero solamente puede recibir visitas de su familia. ―Contestó con impertinencia la recepcionista.

―Yo soy…, yo soy la única familia que tiene Hermógenes. Muchas gracias y que usted pase unas buenas tardes. ―Me despedí dando un grosero manotazo al mostrador y girándome con decisión.

Mis nudillos golpearon tímidamente la puerta 306, la abrí medio palmo esperando algún tipo de permiso para entrar y entonces escuché un gruñido muy familiar.

―¡Me cago en todo! ¡La puerta está abierta! ―Exclamó esa voz familiar.

―Sabe perfectamente que jamás he entrado en su casa sin su permiso. Hay cosas que no deben cambiar… ―Contesté mientras entraba en la habitación.

―¡Toni! ―Hermógenes se incorporó levemente de su posición horizontal con una tímida sonrisa en sus labios, aunque rápidamente frunció el ceño. ―¡Ésta no es mi casa, grumete! Aquí no necesitas permiso para entrar, esto parece el camarote de los Hermanos Marx, aquí entra todo el mundo como Pedro por su casa…

―Veo que no ha perdido su habitual simpatía. ―Dije en tono jocoso.

―Tú lo has dicho antes, hay cosas que no deben cambiar.

Me acerqué a él con decisión para darle un abrazo pero me detuve al ver que levantaba la mano.

―¿No pretenderás abrazarme o besarme? Una cosa es que te haya permitido formar parte de mi vida y otra muy diferente es que empecemos a frotar nuestros cuerpos. ―Farfulló tras un espasmódico ataque de tos.

―No se preocupe, no le abrazaré, no heriré su masculinidad con ningún acto de afecto. ―Contesté irónicamente y con cierta frustración. Sentía la necesidad de darle un abrazo a ese viejo del diablo.

―¿A qué vienes? ¿No estabas tú en la mili? ―Replicó con su habitual acritud.

―Hoy he jurado bandera y vuelvo a casa… Se acabó eso de servir a la patria.

―¿Y no tienes nada mejor que hacer en el día de tu licenciatura que venir a tocarme el forro de los calzoncillos? ¡Vete con tus amigos a celebrarlo! Yo no estoy con mucho humor estos últimos días… ―Gruñó nuevamente, dándose la vuelta y dándome la espalda.

―¡Ni hablar! ―Le respondí mientras caminaba hacia la ventana para volverme a situar ante él. ―¿Qué le ha ocurrido? ¿Por qué lo han ingresado?

―Ya ha llegado el señor preguntador metomentodo. Lo tuyo no se si es interés o curiosidad. ¿Qué quieres que te responda, caballerete? Pues que estoy jodido, que mi cuerpo no funciona bien y este maldito enfisema ha decidido tomar posesión de todo el pulmón derecho. El cartero me encontró inconsciente y deshidratado en mi casa… ¿Estás contento? ―Contestó con excitación.

―¿Y tiene para mucho? ―Me preocupé.

―¿De qué?, ¿mucho de qué? ¿Mucho de vida o mucho de estar en el hospital? ―Alzó la voz. ―De todos modos, si tu pregunta se refiere tanto a lo primero como a lo segundo, la respuesta es la misma: No lo sé…

―Hermógenes, sabe que le quiero como si fuera mi abuelo; no podía volver a casa sin visitarle. Me preocupa su estado de salud… ¡Me preocupa usted! ―Le señalé con el dedo en tímida reprimenda.

Mis ojos se enrojecieron y tuve que presionar mis labios y tragar saliva para contener las lágrimas.

―¡Maldito muchacho! No derrames ni una sola lágrima por mí, aún me harías llorar y no me apetece deshidratarme más. Los médicos me lo han desaconsejado. ―Me reprochó con uno de sus típicos aspavientos.

―Y ¿desde cuándo hace usted hace caso a los médicos?

Hermógenes y yo habíamos establecido un código de comunicación basado en una ironía cargada de verdades. Él me había adiestrado en el arte de la retórica punzante y sabía perfectamente que cuando él se quedaba en silencio más de tres segundos sin replicar alguna de mis frases significaba que yo había ganado ese duelo. Tras mi última réplica habían pasado ya varios segundos y los dos éramos conscientes que esa última batalla dialéctica la había ganado yo. Pero Hermógenes no se rendía, cuando acababa un duelo debía empezar otro; el único problema era que si tenía la percepción que había perdido varios duelos el mismo día, se cerraba en banda y me enviaba a tomar viento fresco.

―Podría decirte que te quiero como a un hijo pero eso sería hacerle un flaco favor a mi imagen pública; perdería mis señas de identidad. Me entiendes, ¿verdad? ―Intentó contraatacar, pero tarde.

―No hace falta que me confiese según que cosas, se perfectamente que lugar ocupo en su selectivo corazón. Estése usted tranquilo, su imagen pública no se verá dañada por el aprecio que sé que siente por mí. ―Respondí con aire conciliador.

―Bien, pues ahora que nos hemos confesado amor eterno ya me puedo morir, ya estoy en paz con todo el mundo.

―¡No diga tonterías! Aquí no se va a morir nadie… Rezaré por usted cada día… ―Intenté inyectarle un poco de moral.

―¿Rezar? No me hagas reír… ¿De qué sirve rezar? Ese todopoderoso de barba blanca no existe, eso del rezar son paparruchadas… ―Contestó ofuscado, enviándome con viento fresco con uno de sus típicos gestos de reproche.

―Debe tener fe, Hermógenes…

―¿Fe? Perdí la fe antes que la virginidad… Y mira que me desvirgaron joven. No creo en Dios ni en nada que se le parezca y tampoco tengo miedo a represalias ni castigos divinos. Si Dios nos ha creado a su imagen y semejanza, si es tan bueno y tan magnánimo, si me ha dotado de capacidad de razonamiento, no puede tenerme en cuenta que no crea en él; y si lo hace, no es tan bueno y magnánimo como lo pintan. ―Disertó con convencimiento.

―¡Es usted terrible!

―No te preocupes por mí, sé que mi hora está cerca, aunque no se cuándo será. La muerte es como una suegra, nunca viene con buenas intenciones y se te presenta en casa cuando menos te lo esperas. ―Sentenció.

Por primera vez desde que conocía a Hermógenes, me pareció ver a un hombre abatido e indefenso. Él era un hombre valiente, no se conformaba con nada y él siempre debía tener la última palabra; incluso parecía como si quisiera decidir cuándo, cómo y dónde quería morir. Me acerqué a la cama y me senté en una esquina, junto a sus pies.

―Veo que le han entrado ahora las prisas por morirse. ¿Acaso no quiere volver al pueblo a dar un poco de guerra?

―¿Prisas? Ni una, aquí me dan de comer gratis, me cambian las sábanas cada día y las enfermeras tienen el culo respingón, creo que podría acostumbrarme a vivir aquí sin ningún problema. Lo único malo que tiene esto es que para poder fumar tengo que ir a una terracita que hay al fondo del pasillo.

―¿Está hospitalizado con un enfisema pulmonar y sigue fumando? ¿Está usted loco? ―Me levanté de golpe para recriminarle.

―A ver, grumete, no me hables así… No consiento que me levanten la voz. ¿Tú crees que voy a dejar de fumar con ochenta años? ¿Qué me puede ocurrir? ¿Qué me muera? No le tengo miedo a la muerte, ella debería tenérmelo a mí; dudo que le gustara tener en su seno a alguien con mi carácter. ―Y tras decir eso, se incorporó para ponerse las zapatillas.

―¿A dónde va? Le ayudo…

―No me toques, aún puedo levantarme solo. ―Se hizo huidizo ante mi gesto de ayuda. ―Me voy a la terraza, sí, me voy a la terraza a fumar. Si quieres hacer algo útil, saca el tabaco del bolsillo de la chaqueta que hay dentro de ese armario. Tengo que fumarme un soldado de la muerte; quiero despedirme de la tropa como es debido. ―Acabó diciendo con acritud, mientras se dirigía hacia la puerta a paso lento y renqueante.

―No tiene remedio… ¡Espere! Ya le acompaño, yo también me fumaré un soldado de la muerte.

Ese cigarrillo que nos fumamos en la terraza, en el fondo del pasillo de la tercera planta del Hospital Clínico fue el último que fumamos juntos. Ese duelo dialéctico en la habitación 306 fue el último que pudimos lidiar. Al día siguiente, el viejo Hermógenes, sumido en la soledad, como casi siempre, sin testigos y cuando, como y donde él quiso, se fue para siempre.

In memoriam, Hermo…

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Profesor de español desde 2006. Siempre interesado en la creación y en la difusión de la palabra escrita empecé en el instituto editando la revista del centro hasta que se convirtió en un fanzine independiente. He trabajado en la escuela de español Instituto Español Sin Fronteras, la Universidad Leon Kozminski y Jezykopolis en Varsovia y actualmente colaboro como profesor en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Intento colaborar como moderador en varios grupos de profesores de español en Facebook y también creando materiales para www.ProfeDeELE.es

1 Comentario

  1. He leído dos de sus libros, REC no, pero un día de estos lo haré, porque el estilo de Capi es cercano y amigable. Las leyes de Hermógenes es una historia conmovedora y fresca que nos lleva a una edad que, por muchos años que paasen, siempre recordamos.

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