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Da igual si estás en la playa o en la montaña, o estás entre montones de montañas de papeles o frente a una playa imaginada. Da igual si la lectura forma parte de tu ritual y de tu espacio íntimo. Bajo soles abrasadores o lunas insomnes las letras se convierten en la única cosa real.

Por eso, esta semana os ofrecemos la tercera entrega de escritores que abren la puerta por la que tiene que entrar el aire fresco. Esta semana es el turno para Julio García Castillo, nacido en Estella (Navarra) pero de verdadera adopción madrileña.  Es periodista especializado en información económica, pero escritor con clara tendencia al “humor inteligente”, según ha escrito algún crítico.

En 2010 ganó el premio Narrativa de “Ediciones Oblicuas con la novela “Gratis total”.

En 2012 ganó el premio internacional “Sexto Continente de Relato Negro, patrocinado por Radio Nacional de España y Ediciones Irreverentes, con la narración: “Cómo acabé con el sistema financiero”. Esta pieza se publicará en 2013 por la editorial, abriendo una antología de relatos.

Pero esto es sólo la punta del icerberg de su creación. Si hablamos de los libros publicados en Amazon tenemos:

Cuadernos de un promotor novato (humor)

Cyber (novela)

Yo, negro y mis relatos (cuentos)

• La trilogía de la corrupción, integrada por: Los hermanos siameses, El Gallo acorralado y El crédito “b” (novelas de intriga)

Diario de un inversor inexperto (humor)

La guía del perfecto tramposo en la empresa (humor)

Mi kindle y yo (creación literaria)

Los casos del comisario Valdeón (serie de novelas policiacas)

            1. El misterio de la alcoba efervescente

            2. Asesinato en el Rastrillo

Piluca, periodista de investigación (serie de humor)

  1. Gratis Total

El desbarajuste económico (divulgación)

 facebook

https://www.facebook.com/julio.garciacastillo.3

 Twiter

https://twitter.com/jgarciacastillo

 Lugar de encuentro:

http://cenitalia.bligoo.es

Pero basta de palabras de presentación y vayamos a la realidad de las palabras, a lo que realmente es importante. A continuación os dejamos con una sinopsis de la primera entrega de la serie Piluca, periodista de investigación, y el primer capítulo íntegro.

 SINOPSIS 

 Una chica muy elegante, un director extravagante, un periódico impactante… y un ministro muerto en extrañas circunstancias.

Según una reseña, publicada en el semanario El Siglo:

«Es una novela divertida, amable pero corrosiva, que se lee de un tirón, en lo que dura un gintonic. Pero, ojo, yo recomiendo que una vez terminada se sirva uno otro trago largo y proceda a una segunda lectura para captar su contenido más profundo y subversivo».

Capítulo I

 1.         Proyecto De Balde

La redacción del periódico gratuito De Balde está situada muy cerca de la Gran Vía. En una de esas callejas estrechas, a las cuales es aconsejable acercarse en metro o bus y transitar el resto del camino a pie, porque te topas con una señal de prohibido cada dos por tres y vuelta a empezar. A la enésima intentona en busca de un hueco imposible, Piluca Fuentes se convence de que ha sido un error sacar el coche. Para que todo vaya a peor, mide mal la distancia y golpea con su retrovisor derecho el izquierdo de otro coche montado en la acera. El espejo contrario se hace pedazos. Se para en mitad de la calzada para dejar una tarjeta en el limpiaparabrisas, pero el conductor de una furgo de reparto, que la sigue desde hace un rato y debe de estar cabreado como un mono con sus torpezas, hace resonar un claxon modalidad mugido de toro. El individuo, rostro cetrino sin afeitar, saca la cabeza por la ventanilla: —¡Deja currar a los trabajadores, pija de mierda!

Invade a Piluca un sentimiento mezcla de inconfesable clasismo y feminismo aletargado. Duda entre bajarse y soltarle algo realmente ofensivo, dada la coyuntura socioeconómica. Por ejemplo: «¡Tú, hortera, gilipollas, que te quedan tres telediarios para irte al paro, si es que no eres un jodido autónomo!». O dar marcha atrás y romperle los faros (goza de un seguro a todo riesgo, con vehículo de sustitución). De ordinario pacífica, le solivianta la brutalidad machista en fase embrionaria. Es pija, no puede negarlo. ¡Pero que no lo ponga de manifiesto cualquier pringadillo subcontratado!

Cuenta hasta trece y cambia de táctica. Asoma el brazo izquierdo y hace una higa al presunto autónomo. El cual reacciona tal como ella ha previsto. Abre la portezuela y sale furibundo, la jeta congestionada y blandiendo una llave inglesa, dispuesto a engrosar las estadísticas del observatorio de violencia de género. Entonces Piluca aprieta el acelerador. Su Golf plateado, 1.9 GT I ruge como un pura sangre y deja plantado y rojo de rabia al agresor. «No te quejes, macho», masculla Piluca. «Te he evitado un problema judicial».

Anda ya muy apurada, así que aparca en carga y descarga. Aun así llega a la cita con más de veinte minutos de retraso. Llama al telefonillo y le abren sin pedir identificación. La  finca, en estado comatoso, ignorada por las ayudas municipales a la rehabilitación, no dispone de ascensor.

Sube los tres pisos jadeando. Cuando toca el timbre de hueso, amarillento y desgastado por generaciones de dedos índices, su pecho se agita al igual que después de una de sus sesiones de running en los alrededores del chalet familiar.

Abre una chica de muy escasa estatura, como uno cincuenta y pocos. Carita afilada de rata, dentadura pidiendo a gritos una ortodoncia. Lentes de culo de vaso que no disimulan una mirada hostil. Viste una especie de sayo negro y leotardos a juego, rematados por zapatillas deportivas de hipermercado.

—¿Sí? ¿Qué quieres? —pregunta con sequedad la enana, ignorando las mínimas leyes de la hospitalidad.

La mirada miope se ha clavado en el conjunto Carolina Herrera, que se ciñe como un guante al esbelto cuerpo de Piluca.

Jersey cashmere de cuello vuelto, chaqueta, falda, botas y bolso a juego. En cuero color camel. Frente al espejo de su cuarto descartó la opción rojo burdeos, demasiado cantosa.

—De momento pretendo entrar, si te parece bien, encanto —responde con una sonrisa que muestra sus perfectas fundas dentales.

—A mí qué me va a parecer —reconoce la enanita—. Pero quizás te has equivocado de piso. Esto es un periódico. La peluquería está en la primera planta.

Piluca rebaja la tensión, en plan colegui

—Venga, tía, que he quedado con el director. ¿Cómo te llamas?

—Vanessa. ¿Y tú?

—Piluca.

Vanessa intenta compensar su manifiesta inferioridad. Se alza unos centímetros sobre las bambas y escupe una retahíla a la barbilla de Piluca:

—Pues habéis quedado tú y unos cuantos más. No puedo decirte cuándo te va a tocar. Será mejor que te des una vuelta y te tomes algo. Aquí no hemos puesto todavía máquina de café. Si me dejas el móvil, te aviso.

Piluca dice que esperará lo que sea preciso. No va a admitir que Vanessa la deje fuera de juego por pura envidia. La sigue por un pasillo mal iluminado, bombillas con casquillo al aire. Huele a maderas podridas, como un vino gran reserva en fase terminal. Llegan a un antedespacho que conoció tiempos mejores. Rastros de papel de flores en las paredes. Suelo de parqué cuarteado. Olor a humedad y falta de ventilación. Un asco.

Vanessa se atrinchera tras un mostrador que domina la estancia, y se absorbe en la pantalla de un ordenador portátil. No menos de veinte chicos y chicas esperan su turno, sentados en sillas desvencijadas a juego con la cutrería del ambiente. Ellos, en su mayoría, con aspecto de repartidores de Telepizza; las mujeres, vestidas con ropa de baratillo en tonos sombríos. Abundancia de tejanos flácidos con pernera ancha. Excepto una rubia pajiza que destaca del resto.

Minifalda-faja color salmón que permite a los chicos situados enfrente la contemplación de unos muslos desparramados. Camiseta dos tallas inferior. Bebe un botellín de agua mineral con gesto provocador, dentro de lo provocador que puede ser beber un botellín. La entrada de Piluca levanta expectación, como si se tratara de una estrella del espectáculo. También suscita algún comentario moderadamente obsceno.

Se sienta al lado de la rubia, que no responde a su saludo. Luego se  fija con disimulo en los que parecen pacientes en un centro de salud, tras una noche de excesos alcohólicos y alucinógenos. Uno de los chicos dormita espatarrado en su asiento. Piluca repara en un hombre maduro, que rompe la homogeneidad. Gafotas de concha, que se ajusta con un tic nervioso, protegen su acuosa mirada. Calva repeinada, traje marrón mal cortado y corbata desentonada en azul marino. Paticorto, apoya en el suelo las punteras de unos zapatos desgastados. Pegada al pecho, agarra con ambos brazos una carpeta voluminosa, como si temiera que se la vayan a robar. ¿Un vendedor de material de oficina? Los demás han venido con las manos vacías. Algunos juegan con el móvil o escuchan música en un mp3.

Nadie conversa. Quizás no quieran proporcionar datos a sus competidores, o les intimida el gesto hosco de Vanessa, que cada dos por tres se asoma y les fulmina con su mirada desde el ordenador.

Al cabo de unos diez minutos se abre una puerta frente a los candidatos. Un rótulo ladeado, con la inscripción «Área de Dirección», se tambalea sin llegar a caer. Sale una jovencita con las mejillas encendidas y aire de frustración. Tras ella un hombre alto y corpulento, la espalda levemente arqueada. Cabellos abundantes y grises. Su boca se crispa en una mueca como de úlcera estomacal y descubre una dentadura de blanco imposible, como un anuncio de Vitaldent. Rondará los cincuenta, calcula Piluca. El presunto director barre visualmente la sala y se detiene en ella, sin disimular su admiración.

—Vanessa. —La ratita se incorpora rauda—. Que entre la joven de marrón.

Habla con suave acento andaluz.

Un murmullo de desaprobación rompe el silencio. El jefe alza la voz para cortar el amago el motín.

—Ya basta, chicos. Esto es igual que la cola de una disco, y soy el director. Me reservo el derecho de admisión. Quien no esté de acuerdo, puerta.

Vanessa aprovecha para aclarar:

—Los que no hayan enviado previamente el currículum, es mejor que se vayan. Ya avisamos que era indispensable.

Antes de ser engullida por otro pasillo lóbrego, flanqueado a ambos lados por estancias abiertas y desamuebladas, Piluca alcanza a ver que se larga más de la mitad de los pacientes.

El despacho del director ostenta atributos del poder, y del querer y no poder. Una banderita republicana en la esquina de una gran mesa de buena calidad, pero minada por la carcoma. A su lado, una foto del director muchos años atrás, a juzgar por el pelo negro, estrechando la mano del rey. Papeles, publicaciones y disquetes amontonados sin orden.

Pide a Piluca que se siente frente a la mesa, en un sillón más bajo que el suyo. Deja que ella visualice el escenario durante un rato y se presenta.

—Ricardo Falconetti, para lo que quieras obedecer. Y dime, Piluca, qué te trae por aquí. No parece que tengas problemas de liquidez a juzgar por tu modelito marrón. Un gusto exquisito.

Piluca acepta el halago, pero puntualiza:

—No es marrón, sino camel. Traerme, traerme —cruza las piernas—, pues lo mismo que a los demás. Ese anuncio que pillé en vuestra web.

Recita de memoria:

—Se necesitan redactores/as de ambos sexos. Experiencia a nivel de prácticas, etc. Bueno, yo no soy hermafrodita, pero creo que cumplo la segunda condición de sobra.

Falconetti asiente:

—Ok, Piluca, muy aguda. Espera que relea tu currículum.

Rebusca en el caos de documentos sobre su mesa.

—Quieto —dice ella abriendo el bolso donde luce un llamativo broche CH. Te he traído una copia.

Falconetti lee la sucinta biografía.

—Claro y conciso. Bueno, veo que acabas de cumplir los treinta, con lo cual tu experiencia no da para mucho.

—Bueno… —intenta replicar.

—Déjame que termine, encanto. Si me permites un consejo, no deberías haber indicado tu etapa como directora del periódico del cole. Queda infantil. Y no estoy muy seguro de si reportera de Famosos en celo te da, o más bien te quita, caché. Me refiero para otros empleos. Yo no le doy mayor importancia. Todo es experiencia, hasta la inconfesable. Si yo te contara algunas cosas que me he visto obligado a hacer…

Lee de nuevo el papel.

—¿Así que lo ultimísimo ha sido una de esos concursos de sopas de letras de madrugada en una tele local? Estoy convencido de que, con ese tipito conseguías que los espectadores no dejaran de marcar el 905. Pobres incautos. Y tú engordando sus facturas de teléfono.

Piluca le corta. Ya está bien de ironías.

—Vale, tenía que salir con un buen escote, era condición imprescindible. La mala suerte es que mi padre pilló el programa. Me dijo que había sido por casualidad, algo que yo no creí. Y me dio a elegir. Niña, la tele porno o seguir viviendo en casa. Las dos cosas, incompatibles. No le pregunté qué hacía a esas horas viendo la tele, y si estaba zapeando guarradas en otros canales. Tampoco le aclaré que de porno nada. Tampoco tenía opción. Así que dejé el trabajo.

—Yo no lo veo tan mal como papi, Piluca. Hablo desde el punto de vista técnico. Un espacio como ése debe de dar mucho desparpajo. Y picardía, porque dejar a la gente colgada media hora del teléfono tiene su mérito. Aunque me parezca una estafa como la copa de un pino, qué quieres que te diga.

  Piensa Piluca que Falconetti se debe de considerar también un profesional como la copa de un pino.

—Vale, sí, tienes razón. Y encima no me pagaron cuando dimití, porque no les avisé en plazo. Unos jetas. ¿Y esto de la prensa gratuita tiene su nicho?

Lo del nicho lo aprendió en «Marketing organizacional», tercero de carrera. Una expresión tan pedante como el resto de la asignatura. Por si fuera poco, el profe tenía caspa y soriasis. En la clase le aplicaron el mote de «Abeto nevado».

El director asiente.

—Como siga así la coyuntura, tenemos el nicho asegurado. En el cementerio de los más media —Falconetti subraya su propia ocurrencia—, la competencia es la leche, con varias multinacionales repartiéndose el botín, cada día más escaso. Pero el proyecto De Balde tiene características diferenciales. Para empezar, la  financiación.

Piluca corta la que teme aburrida explicación, con datos y cifras.

—Ricardo, no me vendas tu piano. Soy un desastre para los números y toda esa movida económica me agobia. Todavía no me has dicho si te gusto… y hay mogollón de gente esperando.

—Claro que me gustas, Piluca. ¿Por qué, si no, te voy a colar para entrevistarte? Pero nuestra relación va a ser estrictamente laboral. Estoy casado por cuarta vez y mi reciente esposa no aguantaría el menor desliz. Además, para ti soy un viejo, ¿no?

Piluca ignora la pregunta capciosa.

—¿Entonces tengo una plaza? ¿De qué, si se puede saber?

  —Eso es lo de menos. Para empezar hay que dar el callo en plan generalista. Harás lo que te toque, según un sistema de rotaciones. Así te irás haciendo con los resortes informativos. Vamos a tener una redacción muy justita, no más de diez personas, entre unos pocos con cierta experiencia y otros muchos becarios vírgenes. Más yo mismo, que hago de editor, director y redactor jefe. Habrá más tías que tíos y no por ese rollo de la cuota femenina, sino porque funcionáis mejor. No me equivoco si afirmo que eres una niña de papá, ¿verdad?

—Si, claro. Hija única. Vivo en casa de mis padres y tienen pasta de sobra para mantenerme. Me han pagado la carrera en la Universidad San Francisco de Sales.

—Ah, sí. Me han hablado de ese centro —asiente Falconetti—. Un tontódromo para niños y niñas bien. Doce mil al año, más extras. A ninguno de ellos se le ocurriría meter sus delicadas pituitarias en este antro, porque acaban la carrera sin pajolera idea, pero con ínfulas de corresponsales y cronistas políticos. ¿Seguro que te va la marcha en este cuchitril?

—Me va, y enseguida te cuento el porqué. No voy a negarte lo del tontódromo. Papá se empeñó porque los amos de esa universidad pertenecen a su misma secta de chupacirios. O sea, liberales de ultraderecha a tope. Pero le quiero un montón —precisa sin venir a cuento.

—¿Puedo saber a qué se dedica? —pregunta Falconetti.

—Es director general de una consultora multinacional que enseña a otras empresas cómo controlar el rebaño para que no se les desmande.

—Excelente definición Piluca. Suena evangélica. Apacienta mis ovejas…

—Para nada. La movida va de la inteligencia emocional, o lo que esté de moda. Rollos importados de Japón o de los americanos. Fabrican «ejecutas» para que les exprima la economía de mercado. Pero qué te voy a contar, si tú todo esto ya lo sabes. Te digo que adoro a papá, aunque no sé como mamá le soporta. Se tirará al jardinero, digo yo… Me refiero a mi madre… ¡eh, que es broma! —aclara cuando Falconetti abre los ojos, perplejo.

—Me fascina tu estilo, Piluca. Esa mezcla de candor y descaro. Creo que haremos grandes cosas juntos.

La aspirante le pone a prueba, mostrando una vena sarcástica.

—¿Grandes cosas? Perdona, pero antes de conocerte estaba convencida de que De Balde era otro panfletillo de mierda. Y la verdad, no he cambiado de opinión. Vaya barrio que habéis elegido. Como es lunes y los barrenderos deben de estar de huelga, al venir para acá he tenido que taparme las narices. Huele a vomitonas de «finde». Oye, perdona, pero soy siempre así de sincera. O me aguantas o me echas ya.

Ricardo Falconetti no se siente agredido. Muy al contrario. Palmea como en un tablado flamenco.

—¡Ole mi niña! Te daré la primera lección: no has de  fiarte de las apariencias. La prensa gratis, y más que ninguna nuestro periódico, cumple una función social innegable. Y la vamos a poner pronto en práctica, porque salimos en tres semanas. ¿Recuerdas las catorce obras de misericordia?

Piluca le va definiendo para sus adentros como un tipo engreído, con ganas de epatar a la novicia. Pero no se achanta.

—Para nada. Estudié la básica y el bachillerato en un colegio de monjas recicladas, pero salí hasta el moño de caridad cristiana. Paso del catecismo, aunque en casa andan todos bajo palio, incluido el servicio. Menos el mayordomo que va de mormón.

—Da igual. Te sonará, supongo, aquello de dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, etc.

—ONG a tope, ¿no? También mamá monta con amigas su propio rastrillo. Y cuando se aburre de sus modelazos, los regala a una tienda solidaria.

—Bueno, no es exactamente lo que quiero explicarte —dice Falconetti, paciente.

El rictus de úlcera se ha transfigurado durante la conversación. Ahora la mueca es de simple dolor de cabeza. Se pasa de continuo la mano por la frente.

—Con De Balde vamos a crear la decimoquinta obra de misericordia, que, si me atrevo, aparecerá como nuestra enseña en primera página bajo el título: instruir al analfabeto. Bueno, creo que lo cambiaré por desfavorecido. Seremos su órgano de difusión. Mira, te voy a enseñar la maqueta. Hasta ahora sólo el diseñador y yo la hemos visto.

Se mueve con soltura en el maremágnum de la mesa. Da enseguida con unas grandes hojas de papel semirrígido.

Piluca se pone en pie para disfrutar de la exclusiva. Falconetti encorva aún más su espalda artrítica y le muestra titulares sobre texto falsos:

—¿Ves? Aquí va la sección de «consejos para los sintecho». Patrocinada por una empresa de cartonajes. Más abajo, el «ránking de los top manta». En esta otra página estoy dudando entre publicar una guía de albergues y comedores gratuitos, o una lista de restaurantes a menos de 8 euros. Se admiten sugerencias, porque tenemos margen para los cambios.

—No sé qué decirte, Ricardo. Me parece que te has montado un target poco vistoso para los anunciantes. La segmentación es supercutre. —Más vocabulario de marketing cheli.

—Espera, niña, no te lances, que has visto sólo una parte del invento. Éstas son algunas de las páginas interiores. Desde la portada en adelante vamos a hablar, quiero decir a escribir, del gobierno y la oposición, deportes, sucesos… esto último es algo a recuperar en un periódico. Por supuesto los programas de la tele, el horóscopo, recetas de cocina, baratas eso sí. Pero lo más importante es que el periódico va a destilar aromas de crítica social. Son buenos tiempos para ello, porque al personal de clase media para abajo le gustaría ahorcar a los políticos en la plaza pública. Pero, como todavía no estamos en la fase revolucionaria, con nuestro panfletillo, como lo has definido, les daremos carnaza.

—¿También darás caña a los empresarios?

—Muy aguda. Para nada, como te gusta decir, Piluca. A los empresarios los vamos a defender. Bueno, más bien a las pymes, que como habrás escuchado hasta la náusea, constituyen el tejido productivo del país. En cuanto a los grandes, los vemos como anunciantes. Así que… de bromas con ellos nada de nada.

—Parece que sabes mucho de economía.

—Ya te darás cuenta de cómo economizamos la primera vez que te paguemos. —Falconetti sonríe al fin. Parece a sus anchas—. Hablando en serio, sí, he hecho unos cuantos pinitos en ese ramo.

Tocan a la puerta, se abre sin esperar permiso y surge la carita ceñuda de Vanessa.

—Don Ricardo, que ya he terminado de mirar las noticias en internet. Se está haciendo tarde. ¿Digo a los que esperan que vuelvan después de comer?

Mira a Piluca con rencor, haciéndola responsable de la tardanza.

—No, Vanessa, ya estamos terminando. A partir de ahora iremos más deprisa. ¿Has visto algo interesante en la Red?

Vanessa resopla.

—No sé. Tampoco lo mío es saber si es interesante. Lo normal. Muchos muertos por ahí lejos y aquí como que hay más parados. Hablando de eso, ¿se acuerda de lo de colocar a mi hermano como recadero en el periódico?

—Ya te contestaré, Vanessa. Estoy empezando por contratar a la redacción. Si no tienes más que decirme…

—Bueno, sí, pero no sé si tiene mucha importancia.

—Suéltalo, mujer, que no tenemos todo el día.

—Ya… Ha muerto esta mañana un ministro.

Piluca y Ricardo preguntan al unísono:

—¿DE QUÉ? ¿MINISTRO DE QUÉ?

—El de Economía, o de Hacienda, o de las dos cosas, no me acuerdo bien.

Por vez primera en su corta carrera, Piluca Fuentes comprueba cómo un director olfatea la sangre de las noticias.

—¡En marcha! Ya tienes asignada tu primera misión, Piluca. Entérate de cuándo dan la rueda de prensa y la cubres. ¡Venga!

Cierra los ojos, concentrándose, y sigue dando órdenes.

—Vanessa, pásale un metrobús a nuestra redactora. Y un bono restaurante. Hay que poner la maquinaria en marcha con todos los medios a nuestro alcance. Tú, Piluca, si has traído coche déjalo aparcado. Llegarás antes en metro

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