
Como cada noche, se colocó su traje espacial y se preparó para su salida. “Atención a todas las unidades, la LZ 84 abrirá sus puertas a las veintidós cuarenta y cinco. Repito: veintidós cuarenta y cinco”. Una voz femenina anunciaba por los altavoces cuándo se iba a realizar la próxima expedición. Daniel había sido seleccionado de entre millones de candidatos para subirse a bordo de la nave y explorar Tellus, el último planeta descubierto tras décadas de investigación.
Llevaba años solo; su única compañía era Rodri, un viejo dinosaurio de peluche que logró traer consigo tras muchos papeleos y discusiones. Rodri y él flotaban sin control por el inmenso espacio que los rodeaba y se daban apoyo el uno al otro. No había mucha comunicación entre ellos, pero a Daniel le gustaba sentirse acompañado y tener alguien a quien hablar. La soledad no le asustaba; al contrario, adoraba tener tiempo para pensar y admirar el paisaje que muy pocos hombres podían apreciar. La esperanza media de vida del hombre se situaba en torno a los cuatrocientos años, pero para lograr llegar a ella era necesario permanecer en una cápsula terrestre conectado a unos cables de por vida. Solo era posible salir de ella dos horas diarias y Daniel prefirió una vida corta pero intensa en su lugar.
“Son las veintidós cuarenta. La nave abrirá sus puertas dentro de cinco minutos”. Comprobó el oxígeno, la temperatura y la presión. Los guantes le quedaban perfectamente ajustados y la mochila estaba bien sujeta a su espalda. El traje era un poco aparatoso e incómodo y le llevaba más de media hora ponérselo; lo odiaba.
“Apertura de puertas en cinco segundos”. Daniel estaba algo nervioso esta noche, pero respiró profundamente durante la cuenta atrás porque cualquier pequeño error podía causar su muerte. “Cuatro”. Desde pequeño había querido ser astronauta, aunque un problema físico con el que nació le suponía un gran obstáculo. “Tres”. Daniel nunca pudo caminar, y por ello todos sus compañeros se reían de su, decían, disparatada idea. “Dos”. Ellos querían ser deportistas, médicos, bomberos o policías, pero Daniel tenía aspiraciones que traspasaban todo aquello que conocía en la Tierra. “Uno”. Nunca se rindió. “Abriendo puertas”.
Las puertas dieron paso a una escena hipnotizadora que sacudió su conciencia y le hicieron dar un salto inmediatamente hacia el presente. La oscuridad envolvía la inmensidad del paisaje. Las estrellas le parecían hoy diminutas salpicaduras producidas por la explosión del tubo de pintura blanca de algún pintor enfurecido. A Daniel le gustaba pensar que brillaban tan fuertes porque cada una encerraba el sueño de algún niño que deseaba con tanta fuerza que lograba que las estrellas conservaran aquella luz cegadora, como su madre le solía contar cuando era más pequeño. En este momento deseó tener una cámara de fotos para enviarle alguna. Habían pasado dos años desde la última vez que pudo comunicarse con ella y la echaba terriblemente de menos.
Caminó hacia el exterior con firmeza y dejó a Rodri atrás, al cargo de los mandos de control de la nave para actuar en caso de que ocurriera alguna emergencia. Tellus era inmenso; tenía el tamaño de dos planetas Júpiter y en su paisaje predominaban los colores azulados. En sus labios se dibujó una sonrisa de satisfacción y felicidad que lo tranquilizaron. Había rocas, volcanes y montañas, y un río de lava lo cruzaba de este a oeste; todo ello en tonos turquesa, azul pastel, marino y celeste que le transmitían serenidad y armonía. Aunque llevaba meses paseándose y examinando aquella tierra, aún no se había acostumbrado a aquel regalo para la vista.
Cada noche alrededor de las once, Daniel cerraba los ojos y lo último que veía antes de dormir era aquel grupo de estrellas que su madre le trajo como regalo de cumpleaños. Estrechó a su peluche contra su pecho, las estrellas iluminaban su sonrisa en la oscuridad. Eran doradas o amarillas; o fosforescentes, como decía la caja que las contenía. Eternamente inmóviles sobre el techo de su habitación, sentía que aquellas materializaciones de deseos de otros niños vigilaban y protegían el suyo en la distancia, y sobre todo lo mantenían vivo.
Entrada publicada originalmente el 3 de agosto de 2013. Revisada y actualizada el 4 de junio de 2021.