El sol me despertó besando mis mejillas, su calor bañó mi cuerpo cuando me levanté y salí al balcón. Al mismo tiempo la frescura de la brisa vino a saludarme y sonreí ante la majestuosidad que tenia enfrente. Vi el cielo más azul que haya sobre la tierra. Unas águilas volaban de una forma tan suave que por un momento su magia me robó la conciencia y desaparecí.
Al despertar, el azul seguía ahí pero el fondo había desaparecido. Me encontraba a 1880 metros de altura, en las Barrancas del Cobre de la Sierra Tarahumara. En eso, una de las águilas vino hacia mí. Mirándome a los ojos se posó muy cerca y en ellos pude ver la historia de las Barrancas: “Era una piedrecita muy suave, casi insignificante, que por el poder de los dioses se extendió a lo largo de kilómetros y hasta casi alcanzar la posada de sus creadores”. En ese momento me sentí casi insignificante, pero cuando el águila retomó el vuelo y la vi alejarse comprendí que yo era el águila y el águila era yo, éramos una misma, tan sólo parte de tan asombrosa creación…
Más tarde y ya con la cabeza en la tierra me reuní con mi familia en el restaurante del hotel donde nos hospedabamos: El Posada Barrancas Mirador. El desayuno fue muy tradicional, huevos rancheros, unas tortillas de maiz, un cafecito y una vista maravillosa que nos invitaba a salir y encontrarnos con la naturaleza.
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Al salir, ya nos esperaban los caballos ensillados y nuestros guías Raramuris o también llamados Tarahumaras. Nos montamos y partimos al recorrido que el Hotel ofrece a cada persona por su estadia. Nuestra caravana familiar recorrió un buen tramo de la barranca del Cobre y el sol nos iba mostrando el camino con su calurosa sonrisa mientras disfrutábamos de las hermosas vistas del “Divisadero”. Los caballos eran tan amables como nuestros guías -podría jurar que hasta podían sonreir-, su paso era tan delicado… similar a estar sentado en una mecedora al aire libre.
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Los caminos eran a ratos demasiado estrechos, nos sobresaltaba la altura y que nuestros caballos fueran a tropezar; cosa que jamás ha pasado claro, pero para nosotros, gente algo citadina, esto era una experiencia muy alejada de nuestra realidad. Recorrimos zonas abiertas con parajes desérticos y otras llenas de pinos y encinos gigantes que parecían hablarnos y en los que los rayos del sol se abrían camino entre sus hojas de modo que no podía ver dónde terminaban. Alcanzamos a ver un venado de cola blanca y a penas un coyote. ¡¡De regreso decidimos jugar carreras!! Mi papá, quien hacía volar a los caballos, llegó primero, seguido de mi tío Hugo, mis primos y no digo más… ¡al menos no perdí el sombrero!
Al regresar decidimos caminar todos juntos por la calle principal del asentamiento Tarahumara. Todo es de madera de pino por lo que el aroma es muy agradable. Compramos muchas artesanías, desde joyas hechas a mano por los Tarahumaras, hasta algunos adornos rústicos para la casa del rancho. Vendían violines muy finos, tallados a mano y cuando le pedí al artesano Raramuri que me tocara algo, no se negó, al contrario, me regaló una melodía y una enorme sonrisa. Todos disfrutamos mucho el paseo descubriendo con agrado y sorpresa la creatividad de la gente, su amabilidad, sus blancas sonrisas y, por increíble que parezca, su facilidad para comunicarse con los extranjeros. Los Tarahumaras hablan Raramuri, algunos de ellos también el español y hasta algunas frases completas en idiomas como francés, alemán, holandés e inglés.
Al final de esta calle empinada y de piedra se llega a otro mirador, y es ahí donde disfrutamos de la comida más sabrosa de la que tengo memoria. Había gorditas que las señoras preparaban frente a mí, desde la masa hasta los guisados. Elejimos cada uno el que nos pareció más rico -para mi el de “queso y chile chilaca”- y compramos unas aguas frescas: había de horchata, de Jamaica y limonada. Yo tomé de horchata. ¡Estaba tan fresca que aún puedo sentir como me aliviaba el calor del sol y de la salsa picante! Varias gorditas después y cuando vimos el extraordinario atardecer ante nosotros, decidimos regresar al hotel en el divisadero. El gran sol se había despedido con su meloso cariño, y en su lugar apareció una elegante y enorme luna. El azul del cielo, de ser perfecto paso a ser casi negro, por lo que la redonda dama resplandecía más blanca que nunca.
Nuestros sonrientes anfitriones llegaron con sus violines, se acomodaron en una enorme y elegante terraza que da la mejor vista de la barranca. Nosotros ya estábamos ahí disfrutando del calor de una fogata artificial y del que produce el vino de Cerocahui. Otros bebían cervezas Indio, Tecate, Victoria… La música emanó de los violines y la fiesta quedó oficialmente inagurada. Todos los presentes bailamos hasta que empezó a amanecer, había muchos holandeses, algunos franceses, dos alemanes y un grupo de canadienses, pero en la fiesta todos parecíamos uno y no había idiomas porque todos nos entendíamos.
Dos días después partimos en el tren, “El CHEPE”. Este era el inicio de nuestro recorrido al Pacífico, hasta Los Mochis, ya no en el estado de Chihuahua, sino en Sinaloa.
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Fotografías de la naturaleza: Karla Fabiola Peredo Atilano.
Las Fotografias del hotel Posada Barrancas Mirador: Internet, con propositos turísticos.
Fuente: http://www.chepe.com.mx/mapas/ruta.html