
No son más que números sin importancia, me obligué a repetir en mi cabeza.
Volví a mirar el número de asiento en el billete impreso que tenía en mi mano. Volví a mirar el número de asiento grabado en la chapita metálica bajo el respaldo. El trece.
Ahora mismo el número trece para mí no es más que eso, un simple número. Pero por aquel entonces yo era mucho más joven y, supersticioso o no, el número trece me inspiraba tan poca confianza que incluso acababa de huir de él cumpliendo catorce años.
– ¿Nervioso? – dijo una amable voz a mi derecha. Miré por primera vez a mi compañero de viaje a los ojos. Un señor canoso, a mis jóvenes ojos, mayor, con rostro amigable y una sonrisa grande justo encima de una pajarita pequeña – Si eres supersticioso te puedo cambiar el asiento.
– ¡No, no! No hace falta, no creo en esas tonterías… – le respondí intentando convencernos a los dos. El señor de la pajarita sonrió asintiendo, invitándome a continuar – Es… Solo estoy un poco… nunca he hecho un viaje tan largo. Al menos no yo solo.
– ¿Hasta dónde vas?
– Barcelona – respondí. Arqueó las cejas, sorprendido.
– Sí que es un buen viaje, sí. – Corroboró. No podía estar más de acuerdo, llevaba tan sólo un par de horas en el asiento número trece y no habíamos llegado ni a la mitad. – ¿Te esperan tus padres?
Noté una subida repentina de temperatura. No, claro que no me esperaban. Ni siquiera sabían que estaba en ese autobús. Para mis padres yo estaba en una excursión de mentira, con un amigo de los de verdad. Y la sola mención de la figura paterna en boca de un adulto logró ponerme más nervioso que todos los números trece del mundo. En mi mente adolescente el hombre podía ser un policía que me entregaría esposado de vuelta a casa.
– No, me… me espera un amigo… – El señor de la pajarita asintió de nuevo y miró al frente sin dejar de sonreír, aunque esta vez ligeramente divertido. Al rato continuó.
– ¿Cómo se llama la chica?
El mismo calor que había recorrido mi cuerpo tan solo hacía unos segundos volvió con fuerza.
– ¡¿Cómo…?! ¿Cómo lo ha…?
El señor de la pajarita se río con una carcajada tan sincera como su gesto amable.
– Tienes… ¿qué? ¿Quince años? Y estás dispuesto a viajar más de diez horas tú solo. A tu edad eso sólo se hace por una chica.
El calor que sentía se debió reflejar en el tono rojizo de mis mejillas, tan brillante que pude verlo reflejado en la ventanilla. Mi compañero de viaje lo tomó como una afirmación a sus sospechas, y sentí la extraña necesidad de admitirlo. Había algo en el señor de la pajarita que me invitaba a hablar. No sabía qué era, sólo esperaba que mi madre nunca aprendiese ese truco.
– Ana. La conocí este verano… Hemos quedado para… volver a vernos… – alargaba las pausas, nervioso, confiando inútilmente en que el final del viaje llegase antes que el final de mi frase.
– Llévale flores. – me cortó, pillándome totalmente desprevenido.
– No… No creo que a Ana le gusten las flores, no sé si es ese tipo de chica…
– No son las flores, es el gesto romántico, la sorpresa… – Su sonrisa y su pajarita, lejos de darle un tono de burla, aportaban más seriedad al consejo.
– Me está esperando en la estación, no tengo tiempo de…
– El bus hace una parada larga en Burgos, ahí al lado hay una floristería. Tienes tiempo de sobra. – No estaba seguro de si me fascinaba más la rapidez con la que respondía, o que lo hiciese con la imborrable sonrisa – Te las compro yo, y si no le gustan, siempre puedes echarle la culpa al señor de la pajarita rara del autobús.
No supe qué decir, y con mi silencio mi compañero de viaje dio por ganada la conversación. Quisiera o no, Ana recibiría flores.
Continúa…
Este texto aparece aquí reproducido con el permiso de su autor:
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